Capítulo 17

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Todo ocurrió muy deprisa. Bill estaba preparando la cena, como hacía cada noche, cuando Tom oyó un gemido y corrió hasta la cocina. Enseguida comprendió lo que estaba ocurriendo. Las contracciones habían empezado y se sorprendió de que fueran tan fuertes desde el principio. Bill apenas podía hablar, cogido a una silla para no caer.

—Apóyate en mí, nos vamos al hospital—dijo colocando un brazo por su cintura.

Pero Bill negó con la cabeza, el bebé iba a nacer ya y él casi no podía andar. La madre de Georg le había explicado cómo serían las contracciones, y se temía que ese dolor de espalda que llevaba sintiendo todo el día no era tal dolor, sino el anuncio de que su hijo iba a venir en esos momentos al mundo.

—¿No puedes andar?—preguntó Tom, viéndole negar de nuevo con la cabeza—No te preocupes, mi amor, todo saldrá bien...

Le cogió con firmeza y le trasladó al dormitorio. Bill ya había apartado la olla del fuego y Tom sabía que la cena quedaría pronto olvidada.

—¿Aviso a la madre de Georg?—preguntó Tom, más para sí mismo.

— No te daría tiempo...el bebé viene ya —susurró Bill con la cara desencajada de dolor y las manos aferradas a Tom.

Ambos lo sabían, eso y que el parto no sería fácil. Bill apenas hablaba. Sólo se retorcía de dolor, esforzándose por no gritar, mientras Tom le acariciaba las manos y le colocaba toallas frías sobre la frente. Minutos después Bill empezó a empujar, pero sin éxito. Y al cabo de casi una hora estaba agotado. Cada vez que sentía dolor tenía necesidad de apretar, pero el niño no salía. Tom parecía casi tan cansado como él, y empezaba a preguntarse qué podía hacer cuando Bill comenzó a gritar de dolor.

—No te preocupes, pequeño...grita cuanto quieras...

Tom estaba a punto de llorar y Bill ya no podía hablar. Respiraba entrecortadamente y Tom sólo podía abrazarlo y cerrar los ojos para intentar pensar en los consejos que le había leído en todos esos libros que hablaban de partos y que había devorado para estar enterado. Entonces recordó uno de ellos...

—Intenta levantarte—le dijo a Bill.

Bill le miró como si estuviera loco, pero Tom había recordado que leyó en algún lado que las mujeres indias del antiguo oeste decían que los niños llegaban antes si la madre o el padre se ponía en cuclillas. A esas alturas Tom habría intentado cualquier cosa y ni siquiera le importaba ya el niño. Lo único que quería era no perder a Bill.

Le puso de cuclillas en el suelo y le apoyó las piernas contra él, y Bill notó que de esa manera le costaba menos empujar. Sostenido por los fuertes brazos de su amado, gritaba cada vez que empujaba, y pronto el bebé comenzó a salir, podía notarlo. Tom seguía sujetándolo y pidiéndole que no dejara de empujar. Entonces Bill emitió un grito largo y angustioso. Y junto con sus gritos Tom escuchó los de la criatura y colocó una colcha debajo de su amado.

Un segundo después ambos bajaron la vista y ahí estaba el pequeño Nicholas, mirándoles. Tenía unos enormes ojos castaños, como los de los dos, y la piel muy blanca. A ambos les pareció precioso, y mientras lo contemplaban, el pequeño cerró los ojos y dejó de respirar.

Bill soltó un grito de pánico y recogió al niño, todavía unido a él por el cordón umbilical. Tom le levantó y le tendió en la cama, y con delicadeza le colocó el bebé encima. No sabía qué hacer, pero no tenía intención de dejar que Bill perdiera a su hijo después de tanto esfuerzo. Alzó al niño por los pies y le dio unas palmaditas en la espalda para inyectarle vida. Bill, mientras, sollozaba y le miraba aturdido.

—Tom...—repetía, suplicándole que hiciera algo.

Con lágrimas en los ojos, Tom golpeó la espalda del bebé con fuerza y éste empezó a toser y a sacar mucosidad por la boca, y de repente comenzó a respirar.

Please, forgive meDonde viven las historias. Descúbrelo ahora