Había una vez, en un pequeño pueblo bañado por el sol, una anciana llamada Amalia. Sus arrugas, surcos que la vida había sembrado sobre su rostro, eran testigos de los años que el viento había acariciado. Sus ojos, cansados pero llenos de dulzura, reflejaban el brillo de un pasado que poco a poco se desvanecía en las sombras del olvido.
Amalia vivía en una vieja casona de paredes blancas, donde la nostalgia se abrazaba con la melancolía en cada rincón. Las fotografías enmarcadas de sus hijos, de su marido ya fallecido, y de momentos felices, adornaban las paredes como guardianes silenciosos de una vida plena. Cada imagen, como fragmentos de un tesoro perdido, evocaba susurros de tiempos pasados, embotellados en instantes eternos. Pero el fulgor de aquellos recuerdos yacía atrapado en la nebulosa de su mente, pues el Alzheimer había tejido una telaraña implacable alrededor de su memoria.
Cada mañana, cuando el sol despertaba en el horizonte, Amalia se acercaba a las cortinas y las abría despacio, dejando que los rayos dorados se colaran entre los pliegues y danzaran sobre su rostro. Desde allí, la ventana de su alma, el jardín floreciente se erguía como un lienzo de esperanza en su confusa realidad. Las flores se alzaban orgullosas, ofreciendo pequeños destellos de color y fragancia, como píldoras de alegría que intentaban robar una sonrisa que cada vez era más fugaz en el rostro de la anciana.
Con el paso de los días, Amalia se refugiaba en su diario, ese santuario de papel donde plasmaba en letras y palabras la historia de su vida. Recuerdos crujientes y suspiros de momentos pasados se derramaban de su corazón y se posaban en cada trazo tembloroso. La tinta se convertía en el elixir que rescataría su memoria, pero cada vez la escritura se volvía más borrosa, como las huellas de una lluvia que se desvanece sobre un viejo vitral. Los versos de antaño se desvanecían como humo en un retrato olvidado, dejando solo un silencio vacío en la nostalgia de su pluma.
La soledad se volvió una constante en la vida de Amalia. Sus hijos, desesperados y angustiados, buscaban cualquier herramienta para devolverle la memoria perdida, pero la sombra del Alzheimer parecía invencible, derrumbando con impiedad los resquicios de su identidad. El tiempo se convertía en su enemigo, carcomiendo sueños y creando abismos entre el ayer y el ahora.
En su andar cansado y confundido, Amalia deambulaba por el pueblo, donde algunas personas la saludaban con una mezcla de respeto y lástima. En aquel recorrido incierto, se encontraba con Juan, un anciano de mirada afable y gestos pausados. Aunque ambos apenas podían recordar el pasado, sus corazones sufrían la misma herida invisible. Juan llevaba consigo un cuaderno de bocetos, un portal a la atemporalidad donde el lápiz daba vida a las escenas cotidianas del pueblo. Cada día se sentaba en un banco del parque, como un guardián de memorias, y con trazos delicados y firmes dibujaba los rostros y las calles, como si intentara inmortalizar en papel lo que su memoria ya no podía retener.
A veces, en ese banquillo viejo donde el silencio encontraba un refugio, Amalia y Juan se encontraban, atrapados en la fragilidad de sus recuerdos. Aunque apenas podían mantener una conversación coherente, sus almas se reconocían y, en la presencia mutua, hallaban una calidez que solo el corazón es capaz de sentir. Sus miradas eran como destellos de luciérnagas en la noche, serenas y llenas de una complicidad enredada en el enigma del olvido.
Un día, las nubes grises pintaron el cielo, presagiando derrumbes. Amalia, en su confusión interior, olvidó el camino de vuelta a su hogar. Errando sin dirección fija, tropezó con las lágrimas del Alzheimer que se derramaban en el laberinto de su mente, desorientándola aún más. Pero fue entonces que Juan, con su mirada compasiva y sus manos arrugadas, apareció como un faro en la tormenta. Sosteniendo la mano de Amalia con ternura, se convirtió en guía en aquel mar de olvidos.
Juntos, aunque sin palabras, se sumergieron en callejones recordados solo por sus corazones, buscando el rastro de una identidad olvidada. Se aferraron a los fragmentos rotos de su memoria compartida, desafiando a la oscuridad con la fuerza de sus abrazos silenciosos.
En el crepúsculo de aquel día desvanecido, Amalia y Juan se encontraron en un rincón del pueblo, donde las palabras perdidas luchaban por escapar de sus labios, pero solo encontraban refugio en la mirada del otro. En aquel instante suspendido, rodeados de una triste melancolía que solo los finales pueden traer, los dos ancianos dejaron que el Alzheimer les arrebatara las palabras, pero no los recuerdos de ese abrazo eterno que sellaría sus vidas en una página en blanco. Y así, envueltos en un aura de poesía, emergieron como los héroes silenciosos de un destino compartido, donde el amor venció al olvido y las almas se encontraron en un abrazo que trascendía los límites del tiempo.
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Relatos De Una Antología-Los Cuentos Poema.
RandomCompuesto por una variedad de cuentos y relatos en forma de poema. Cada historia transporta al lector a un mundo diferente, explorando temas de amor❤️, tristeza😔, miedo😱 y fantasía✨. "Los relatos de una antología-los cuentos poema" es una colecció...