Capítulo XXII: El demonio (I/II)

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Dylan

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Dylan

—Dios, sálvame —imploré en un susurro quedo.

—Vamos. —La voz de Timothy, en cambio, sonó fuerte y clara.

Frente a nosotros se erigía la fachada imponente de la elegante mansión de estilo neoclásico que tanto temía.

Los ojos incautos que contemplaran la casa sin conocer sus hórridos secretos, se complacerían al ver las regias columnas blancas y los capiteles labrados de la fachada. Admirarían los relieves exquisitos del frontón. Hasta que, tal vez, la curiosidad los hiciera mirar con detenimiento las delicadas esculturas. Entonces hallarían figuras contradictorias y equívocas: ángeles sometidos por ángeles que en realidad eran demonios de rostros atractivos.

Verían graciosos niños llevados de la mano por adultos hasta la escultura central, la cual los recibía sentada en un gran trono dorado: una mujer de vestiduras sencillas, semejantes a aquellas que usaban las antiguas griegas, pero con un peinado extravagante que recordaba los cuernos de una cabra: la tradicional representación de Moloch, el demonio primigenio a quien iba a rendirle culto, disimulado en los rasgos de una hermosa mujer.

Timothy tomó mi mano al ver que yo no avanzaba; me había quedado paralizado en el jardín.

—Estás helado —dijo cuando sus dedos tocaron los míos. Entonces, optó por rodearme los hombros con su brazo en un gesto que tal vez buscaba ser protector—. No tengas miedo, no vamos a demorarnos.

Él besó mi sien y me obligó a caminar arrastrándome con su agarre.

—¡Oh, Dios mío! —Palabras al viento. Una lágrima que nadie podía ver rodó por mi mejilla.

Ambos llevábamos las máscaras reglamentarias para mantener nuestra identidad en secreto y vestíamos traje como si fuéramos a una gala formal. Continué avanzando cuando lo que en realidad deseaba era huir de ahí.

¿Por qué no lo hacía? ¿Por qué no me iba lejos y empezaba una nueva vida?

Porque ya lo había intentado y no funcionó. No me quedaban fuerzas para continuar luchando por nada.

A menudo, los demonios no están afuera, sino dentro de nosotros mismos. Y el que vivía en mí no paraba de susurrarme que mi vida no tenía sentido y que obtenía exactamente lo que merecía.

A pesar de mis súplicas desesperadas, de mis ruegos por el perdón, Dios me había abandonado, igual que Matt. Y en ambos casos era mi culpa, yo los había traicionado antes. ¿Acaso podía reclamar, podía enojarme?

Estaba a punto de recibir el castigo por mis actos.

Aun así, la esperanza persistía como una pálida y pequeñísima flor en medio del lodazal. Continuaba aferrándome a la misericordia divina y a la absolución. Esperaba que Dios volviera a mí sus ojos piadosos y me sacara de ahí en un gesto de magnánima bondad.

Gritos en el silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora