Capítulo XXIII: Locura

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Dylan

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Dylan

Flotaba en medio de tonos grises muy claros, casi blancos, tal vez eran nubes. Quizás las películas de fantasía tenían razón: Dios existía y me perdonaba. En el desconocido paraje en el que me encontraba, no había preocupación, ni miedo, solo yo vagando en ese espacio que no acababa de precisar.

Era agradable. Me había disuelto en mínimas partículas carentes de conciencia.

Frecuentemente me había preguntado cómo sería estar muerto. La fantasía de las películas infantiles y juveniles mostraba un concepto idílico, un lugar lleno de nubes algodonosas y personas con pulcras vestiduras blancas siendo felices para siempre. Allí el dolor no existía, tampoco la desesperación o la soledad. Una presencia que era toda luz y a la cual no se le veía el rostro daba la bienvenida a ese nuevo mundo lleno de amor.

De niño imaginé que al morir me iría a un sitio así.

Pero ya no era un niño.

Percibí el calor de un cuerpo. Entendí que si era así también yo tenía uno capaz de sentir.

¿Existían cuerpos en la muerte?

Esa otra cálida presencia empezó a cubrirme, como la sombra que se extiende en el suelo cuando el sol crepuscular comienza a ocultarse. Un fantasma o tal vez el demonio me visitaba.

Sí, estaba muerto, pero no me encontraba en el cielo, había descendido al infierno.

«Dylan...»

Traté de levantarme, no pude. Tal vez no tenía un cuerpo.

Era un espíritu del cual otro se apoderaba, me succionaba, intentaba consumirme, me hacía daño.

Había dejado de ser Dylan para tranformarme en algo que no sabía qué o quién era.

«Dylan, te amo».

¿Podía el demonio amar?

La boca infernal cubrió la mía. Los labios no eran fríos, sino cálidos, no eran viscosos, sino seda. Lujuriosos. Introducía su oscuridad dentro de mí, calaba muy hondo, quería partirme en dos, socavarme, despedazarme. Que se derramara la sangre que ya no tenía y cubriera el paraje desértico en el que me encontraba; que tiñera de rojo el gris y el blanco.

Grité. Estaba seguro de que lo hice, aunque ya no tuviera cuerpo ni voz.

Mis gritos rompieron el silencio y, sin embargo, nadie acudió en mi ayuda, porque yo me había convertido en nada.

Mis gritos rompieron el silencio y, sin embargo, nadie acudió en mi ayuda, porque yo me había convertido en nada

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Gritos en el silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora