Capitulo XXXVII: Una estrella que se apaga

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Matthew

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Matthew

«Dylan Ford falleció el veintisiete de octubre a las seis de la tarde. Había ingresado dos horas antes a la unidad de terapia intensiva del Hospital San Lorenzo a causa de un terrible accidente de tránsito en el que también falleció su hermanastro, Timothy Preston. No se conocen todos los detalles, pero se cree que Dylan había ingerido una sobredosis de benzodiacepinas y que su hermanastro intentaba llevarlo al hospital. Era la tercera vez que Dylan atentaba contra su vida». Luego, el artículo disertaba sobre la importancia de cuidar la salud mental y un montón de palabras vacías que nada tenían que ver con la lucha de Dylan, mucho menos con la verdadera causa de su muerte.

Suspiré y apagué la pantalla del teléfono, llevaba toda la mañana leyendo en las redes posts sobre Dylan y su inesperada muerte: otra estrella vencida por la fama, caída debido a la presión que viven las celebridades, sola en su torre de marfil y oro, rodeada de adoración vacua.

Me miré al espejo del lavabo, arreglé la corbata de seda negra, alisé algunos cabellos y salí de nuevo a continuar haciendo frente, con una falsa sonrisa y palabras frías, pero amables, a las decenas de celebridades que habían ido a despedir a Dylan.

—Es increíble que esto esté pasando —dijo Marc.

Otras personas nos rodeaban, muchas de ellas compartían anécdotas sobre momentos en los que habían coincidido con Dylan, bien hubiera sido durante una grabación o en la pasarela de algún desfile importante. Yo dejaba de escucharlos por momentos, mi mente se apagaba y me dejaba llevar por los recuerdos. Veía de nuevo sus ojos de tormenta y bruma brillar mientras me miraba; escuchaba su risa en ocasiones nerviosa o triste y en otras lasciva y confiada. No paraba de evocar al hombre que llegó a representar para mí un ángel y un demonio al mismo tiempo. No dejaba de imaginar cómo había sido para él vivir con toda esa tristeza, desesperación y miedo.

Varios reían de un episodio gracioso protagonizado por Dylan en un desfile. Una mujer joven y hermosa con ojos húmedos habló:

—Me cuesta tanto pensar que ya no esté. La mayoría de las veces era tan agradable, siempre me ayudaba a controlar los nervios antes de un desfile.

—Algunos pacientes, incluso aquellos con una depresión tan severa como la de Dylan, la disimulan muy bien —dijo la doctora Stone a mi lado.

Su mano apretó mi brazo, reconfortándome. Muchas veces durante el tiempo en el que estuve con Dylan, ella me repitió que no era mi responsabilidad que él se curara y que no debía sentirme culpable por sus fracasos o retrocesos. Ahora estaba allí, apoyándome delante de todos. Asentí, circunspecto.

El cuerpo fue cremado y días después esparcí las cenizas en el mar. Recordé que en alguna oportunidad Dylan me dijo que le gustaba y que deseaba vivir cerca de él, me pareció un último refugio bonito para esa alma que partía.

Los primeros días luego de lo sucedido, mi hermano y mi padre ponían caras de circunstancia cada vez que se cruzaban conmigo en los pasillos de la compañía. Marc me llamó un par de veces por teléfono. Como lo haría un hermano preocupado, me animó y me dio consejos amables para afrontar la pérdida, también mi padre lo hizo en alguna ocasión. Ambos parecían interesarse sinceramente en mi estado emocional, hasta que en una de esas conversaciones, el verdadero motivo salió a la luz.

Gritos en el silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora