Capítulo XXII: El demonio (II/II)

547 79 51
                                    

Dylan

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Dylan

Temblando me arreglé la ropa, volví a colocarme la máscara y abrí la puerta. Antes de salir miré por encima de mi hombro a mi hermano, continuaba tendido en el suelo con una pequeña mancha de sangre debajo de su cabeza.

—Lo siento, Tim.

Sabía que de alguna forma la locura que se había desatado en él era mi culpa, pero la afrontaría después, primero tenía que huir.

Salí al pasillo y me encontré con un escenario diferente al que dejé antes de entrar a esa habitación. El corredor se hallaba lleno de personas que lo transitaban como si anduvieran en una procesión. Portaban velas y susurraban un himno que me era desconocido. Con el corazón desbocado me sumé a la corriente de personas; sin embargo, lo hice en sentido contrario, tenía que buscar la salida y ellos se dirigían al sótano.

A medida que sorteaba a los fieles devotos del demonio, algunos de ellos volteaban la cabeza en mi dirección, e incluso, más de uno intentó cerrarme el paso. Caminé más rápido e intenté no prestar atención al hecho de que algunos susurraban entre ellos. Tenía miedo de que, tal como había dicho Timothy, no me dejaran marchar.

Una mano agarró fuertemente la mía y me evitó continuar con mi huída. Giré para ver de quién se trataba y era una de las prostitutas. No estaba desnuda, llevaba una túnica negra puesta y en el rostro una máscara veneciana.

—¡Suéltame! ¡Tengo que irme!

Ella negó, tampoco me soltó.

—Quédate conmigo —dijo en voz muy baja—, si te marchas te matarán.

Con temor miré a nuestro alrededor, varios de los adeptos del culto maldito tenían las caras enmascaradas vueltas hacia mí, quería correr lejos. Traté de soltarme de su agarre, pero ella solo lo afianzó.

—Hazme caso, si sigues los atraerás hacia ti.

Dejé de pelear y en contra de mi voluntad hice como ella decía, continué con la procesión.

A paso lento y entre himnos susurrados descendimos al sótano. La calidez de la mano que sostenía la mía era lo único que me mantenía en el presente, a cada instante los recuerdos me asaltaban. Me veía a mí mismo en el centro del círculo mientras todos los demás nos observaban y recitaban cánticos en latín. Las manos del líder aferraraban mis caderas, unas uñas como garras se clavaban en mi piel, el demonio deslizaba la lengua en mi oreja antes de penetrarme.

La chica apretó mi mano y el recuerdo (o la alucinación) se disolvió, volví al presente. Una brecha entre el círculo de personas se abrió, dejó al descubierto un camino que llevaba a la estatua de Moloch, una enorme escultura de hierro en cuyo estómago ardía el fuego del averno. En ese instante sentí náuseas, el calor asfixiante me ahogaba, la máscara no me permitía respirar.

—Tengo que salir de aquí.

—Te ayudaré —dijo ella—, pero aún no.

El líder del culto entró en la sala, seguido de su séquito. En ese instante los cánticos incrementaron el nivel, los adeptos aplaudieron, repitieron palabras como si fueran mantras. Sabía lo que sucedería luego, si había alguien nuevo en la secta realizarían su iniciación, si no había nadie, entonces pasarían a realizar el ritual favorito: comer y beber sangre humana como si simularan una misa, donde se comulga simbólicamente el cuerpo y la sangre de Cristo, pero en ese lugar maldito sería a algún desdichado a quién se comerían.

Gritos en el silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora