Capitulo XXVI: Un faro en la oscuridad

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«Hay una luz en algún lugar

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«Hay una luz en algún lugar

puede que no sea mucha luz pero

vence a la oscuridad».

Bukowski

Dylan

El agua tibia corría por encima de mi cuerpo mientras yo permanecía inerte bajo la ducha. Debía sentirme feliz de haberme librado de mi cautiverio, ilusionado porque podría iniciar una nueva vida; no obstante, no era así.

Todavía me encontraba aletargado por los remanentes de medicamentos en mi organismo. Los sucesos que acababa de vivir los sentía tal si le hubiesen ocurrido a alguien más, o como si los hubiera contemplado a través de un velo que los mostraba difuminados y sin brillo.

¿Era mejor así? Creía que no. La vida aparecía ante mí de un tono gris plomizo. Incluso los ojos verdes de Matt, no tenían la dulzura que siempre evocaba al imaginar caramelos de miel y limón. Tenía que estar alegre y optimista, era lo que se esperaba, pero yo solo sentía una pálida sombra de vergüenza y desesperación.

Deslizaba con lentitud la pastilla de jabón por mi cuerpo, me sentía cansado, los brazos me pesaban cada vez que los levantaba. ¿Cuánto tiempo llevaba sin realizar algo tan básico como bañarme? El recuerdo confuso de Timothy regresó. No tenía muy claro si él moviéndose sobre mí era real o producto de un delirio. De cualquier forma, limpié bien mis genitales y el resto de mi anatomía, no quería ni una sola partícula suya en mi piel. También volvió a mi memoria el incómodo interrogatorio con la forense: las preguntas directas sobre el origen de las marcas que había en mi cuerpo, el examen físico y las fotos que me tomaron. Pensé en lo que sucedería una vez que la prensa se enterara: las imágenes en redes, los artículos, el acoso de los periodistas queriendo la exclusiva. Sentí que los ojos se me calentaban, lloraba.

Muchas veces mientras estuve en esa cama quise hacerlo, sin embargo, las lágrimas nunca acudieron. Mi llanto se convirtió en un murmullo disonante y extraño; un grito silencioso, si es que acaso eso era posible; en el deseo frustrado de dejar salir todo el dolor y la angustia que había dentro de mí. No era bueno perder el control como me sucedía a menudo, pero tampoco lo era el estar tan drogado que no pudiera expresar una sola emoción o moverme siquiera. No quería continuar siendo un muñeco, una especie de zombi con el afecto aplanado, así que el sentir las lágrimas deslizarse por mi cara traía consigo cierto alivio. Suspiré y terminé de asearme.

Cuando salí del cuarto de baño observé la cama en la que había pasado inmovilizado incontables horas a causa de los sedantes. Me recorrió un escalofrío. No quería estar en esa habitación un minuto más, odiaba cada rincón de esa maldita casa. Abrí los cajones y saqué la ropa interior; luego entré en el vestidor y tomé cualquier prenda para ponerme. Dejé el terrorífico dormitorio lo antes posible.

Gritos en el silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora