Capítulo 21

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A la siguiente mañana, Alana se encontraba abordando un avión hacia su ciudad natal. No deseaba pensar en nada más que en su decisión y lo que debía hacer. Quedarse en Nueva York durante todo el verano no era una opción. Lo ocurrido con Dylan no debía repetirse. La noche anterior no había conseguido conciliar el sueño. La culpa y el remordimiento la asaltaron implacablemente. Se sentía terrible por haber traicionado a su mejor amiga. Su corazón se hallaba en pedazos, y en su mente, una y otra vez, se repetía que no debió haber caído en semejante error.

Dejar todo atrás era la elección más sensata. Permanecer allí significaría ceder a la tentación. Su ser clamaba por Dylan, aún saboreaba sus labios. Aquél beso delicioso había trastocado su mundo ordenado. Anhelaba más de él, pero Sindy era su amiga, y aunque estuviera enamorada como nunca antes, no podía permitirse actuar de forma tan mezquina.

Al llegar a Boston, sus padres la esperaban con ansias. Su felicidad era palpable, y al verlos tan radiantes, Alana sintió cómo la tristeza que la consumía menguaba. Irene la abrazó durante largo rato, como si hubieran pasado años desde la última vez que se vieron, en lugar de solo unos meses. Después de esa emotiva bienvenida, sus padres la llevaron a almorzar y la pusieron al día sobre todo lo que había sucedido mientras estuvo en la universidad.

— Tu tía Sara se ha ido de safari a algún rincón remoto de África. No sé si reír o llorar ante tal locura — comentaba Irene mientras disfrutaba de su capuchino — George, cuéntale a tu hija cuántas maletas llevó su hermana.

El padre rodó los ojos, un tanto cansado del chismorreo de su esposa, y respondió con fastidio — ocho maletas, mujer.

— ¡Ocho maletas! ¿Puede alguien llevar tanto equipaje para un safari?... Esa mujer está completamente loca. — Continuó Irene.

— ¿No has considerado que tal vez se marchó por un largo período? — preguntó Alana, jugando con su emparedado.

— ¿Tú crees? — Preguntó Irene con sorpresa.

— Es posible.

— Tú también dijiste eso, George.

— Sí, lo mencioné, pero tú siempre oyes lo que más te conviene — respondió él, un tanto malhumorado — y ya es suficiente de tanto chisme, mujer — volvió su mirada hacia su hija con ternura — ¿Cariño, cómo te ha ido en la universidad?

— Todo va muy bien. No he tenido problemas con ninguno de mis profesores este semestre y he logrado muy buenas calificaciones.

— Eso es genial, mi amor — le dijo George, apretando su mano.

— ¿Por qué no deseabas venir a casa? — Preguntó Irene, examinando el rostro de su hija.

— Ya te expliqué que quería trabajar durante el verano... Pero eso ya no importa, porque estoy aquí.

— Y nosotros estamos muy felices, cariño — comentó su padre mientras se acercaba y le daba un beso en la mejilla.

Llevaban dos días en casa y el ánimo de Alana no mejoraba. Se encontraba en su habitación, tendida en la cama, con una extraña sensación que no había experimentado antes: un sentimiento de pérdida que apretaba su corazón. Observó su teléfono, que volvía a vibrar con una llamada que, una vez más, decidió ignorar. No era por falta de deseo responder; más bien, ansiaba escuchar esa voz nuevamente. Se resistía a leer los mensajes que habían llegado, sabía que era vulnerable, y cada palabra recordaría ese beso que la había marcado con fuego.

Apagó el celular y se sentó en la cama, negándose a pensar más en él. Se esforzó por centrarse en algo diferente. Miró alrededor de su habitación, notando que todo seguía igual desde que era adolescente. Parecía que el tiempo no había dejado su huella allí. A pesar de que había ido a la universidad, Irene se había empeñado en mantener todo igual. El único cambio significativo era el color. En ese momento, deseó ser aquella jovencita cuyos problemas se centraban en la elección de la ropa o en la película que vería el fin de semana. Anhelaba ser la chica que se preocupaba por si sus padres le permitirían asistir a una fiesta. Aquella época era de felicidad, ahora todo parecía tan complicado.

Agotada de estar atrapada entre cuatro paredes, cambió de ropa y decidió salir a correr un rato. Tenía la esperanza de que eso ayudara a despejar su mente, como lo había hecho la noche anterior al salir con Jeff Keller, su exnovio y ahora amigo. Aunque su madre aún albergaba la esperanza de que volvieran a estar juntos, sabía que eso no ocurriría, pues la chispa entre ellos se había extinguido.

Alana y Jeff se conocieron en la secundaria. Él era popular por ser el jugador estrella del equipo de fútbol y por su atractivo físico. En aquel entonces, poseía un cuerpo atlético que destacaba por su altura, sus ojos azules y su cabello rubio. Además, lucía dos hoyuelos en sus mejillas que arrancaban suspiros por donde pasaba. Sin embargo, lo que le atrajo a ella no fue solo su apariencia, sino su cercanía y su encantadora personalidad. A diferencia de otros deportistas presumidos, Jeff era modesto y no se jactaba de su fama.

Era un joven sencillo y lo que más agradó a Alana fue que no buscaba la atención de Sindy, su amiga. De hecho, existía cierta animosidad entre ellos. Sindy solía tener conflictos con las amistades de Alana, pero con Jeff, la aversión era casi visceral. Estuvieron juntos durante dos años, pero la distancia los separó, y aunque fue Alana quien tomó la decisión, ambos estuvieron de acuerdo.

Jeff era de aquellos que creían que era mejor conservar el bello recuerdo de las personas en lugar de mancharlo con rupturas abruptas, especialmente si involucraban relaciones a larga distancia. En la actualidad, Jeff estaba en la escuela de leyes y se había transformado en un hombre aún más atractivo que durante su adolescencia. Su personalidad encantadora se había vuelto aún más extraordinaria. Aunque su madre pudiese anhelar que las brasas del pasado volvieran a encenderse entre ellos, eso no era una posibilidad. Entre ellos ya no había espacio para el amor, sino para la amistad.

El día anterior, Jeff la llevó a comer y después a bailar, culminando la noche en un mirador donde se rieron de diversas anécdotas. Varios amigos de la secundaria se unieron a ellos. Fue una velada agradable, aunque lamentablemente, al regresar a casa, las tristezas seguían presentes. El nombre de Dylan seguía anclado en su memoria y en su corazón.

Correr solía ser relajante para Alana, pero esta vez no lograba encontrar calma. Sentía que necesitaba algo y sabía perfectamente qué era. Corrió hasta que sus músculos suplicaron por un respiro, pero la extraña sensación en su pecho seguía allí. Cerró los ojos y allí estaba él. Si dormía, soñaba con él. La obsesión por Dylan era tal que a veces lo imaginaba en cada rincón, como en ese instante en el que volvía exhausta. Lo vio sentado en las escaleras de su casa. Tuvo que parpadear varias veces para asegurarse de que lo que veía no era producto de su imaginación, sino completamente real.

APUESTA PROHIBIDADonde viven las historias. Descúbrelo ahora