Veintinueve:

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—Oye, tornado, ¿quieres que demos un paseo? —propuso Kristoff.

Después de cenar, mi amigo me llevó a su biblioteca secreta; para decirme aquello tan importante que, al parecer, le preocupaba tanto.

No era el de siempre. Estaba nervioso, pálido y cuando dijo "tornado" miró hacia otro sitio, como desconcertado. Buscaba un punto en el que posar sus ojos, y por primera vez; esa mirada que se parecía tanto a la mía, no me regalaba su atención.

—¿Qué sucede, Kristoff? —me crucé de brazos.

—Siempre he dicho que los secretos más importantes se comparten a la luz del hermoso sol. —comentó, intentando mantener una sonrisa condescendiente— El brillo de las estrellas me deprime un poco, ¿sabes? De tantas charlas con una cara de la luna, puede que olvidemos lo que realmente importa.

—Empiezas a sonar como yo cuando llegué aquí. —dije, intentando descifrar qué era aquello que me escondía.

—Quizá somos más cercanos de lo que crees, Hans.

—No comprendo, amigo. Y además, ahora el sol se ha ocultado. —expresé, levantando con los dos primeros de mi mano la polvorienta cortina que ocultaba una resquebrajada ventana, la cual exhibía una total oscuridad. Había unos cuantos puntos de luz salpicados en el firmamento, pero nada más. Se percibía una increíble quietud—

Dio unos cuantos pasos en falso por la habitación, admirando los libros que en veladas pasadas yo había leído con él, o con Fallon. La seguridad que lo caracterizaba se había esfumado, ahora era como un niño al que le habían roto el corazón. Alguien que necesitaba que lo escucharan, pues estaba perdido en un universo demasiado grande para él. Y Kristoff nunca era así.

—Kristoff, me estás asustando. —dije, con seriedad.

Dio tres pasos más y se sentó en la silla recubierta de terciopelo enfrente de su escritorio elaborado con madera. El que yo también había usado para perderme entre palabras y versos, desenmarañando los misterios del mundo humano actual. No el de mi amigo, no el mío. El de ahora.

Y así, sus ojos ámbar se tornaron un poco rojizos mientras decía:

—¿Recuerdas nuestra conversación sobre la única vez que me enamoré?

Yo asentí con la cabeza. Él rio.

—Bueno. —continuó, con una sonrisa algo melancólica— Ella, era la joven de mis anhelos. Sincera, dulce, siempre persiguiendo sus sueños.

Hubo una pausa. Pero eso no le impidió a los recuerdos seguir floreciendo.

—Sus sueños. —repitió— Y es que, Hans, me gustaba pensar que yo formaba parte de uno de ellos, porque ella constituía todos los míos. Pero...

Se levantó y puso su maleta de viaje sobre el escritorio. La abrió.

Dentro de aquella pertenencia estaban las cosas más ordinarias, que nadie entendería. Rosas secas, ropa y un mapa de los antiguos. A mi colega no le gustaban las nuevas formas de ubicarse como el GPS.

Sí, al fin estaba pronunciando bien los términos de la sociedad humana.

—¿Por qué me muestras todo esto? Sí, sí, ya sé que muchas doncellas te regalaban un sinfín de cosas, pero, ¿qué rayos tengo yo que ver con...

—Ya lo verás, tornado. Cállate por un momento. —me interrumpió, entre risas—

Sacó todo lo que allí había y lo fue tirando al suelo hasta que, al fondo, extrajo con delicadeza una carta. Una preciosa carta, con el mismo emblema que yo había aprendido a reconocer en el tiempo que llevaba así.

—Era una joven soñadora, sí. —prosiguió entonces, con miles de hermosos destellos en sus ojos. De esos que sólo salen cuando amas verdaderamente a alguien— Y uno de esos anhelos siempre fue...

Me entregó la carta, haciendo señas para que la leyera.

—Tener un hijo con la persona que más amara. Y creo que se cumplió, Hans Van Daan O'Conell.

Hans el temible.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora