Treinta:

7 3 0
                                    

Kristoff:

—Sí. Sé que al dejarte cometí un grave error. Sé que al dejarlos lo hice. —argumenté con rotundidad y con una nota de dolor.

—¿Por qué no volviste? —inquirió Hans, aun cruzado de brazos, intentando ocultar la lágrima que se le escapaba de su ojo izquierdo.

Yo seguía paseándome por la habitación, no porque la encontrara especialmente bonita o engalanada, sino porque me daba vergüenza enfrentar tantos años de agonía, que en este caso yo mismo había provocado. A este caso ya parecía un carrusel de tantas vueltas que daba, madre mía.

—Al principio, tenía miedo. —reconocí, finalmente, aunque con eso me temblara la voz.

Creo que en ese aspecto me parecía mucho a Hans: pues ambos lográbamos crear una fachada inquebrantable, colmada de sonrisas y un fuerte carácter; pero cuando algo nos llegaba cerca al alma y corazón, terminábamos queriendo escapar.

Escapar...Por miedo a arruinar todo.

—Pero —continué— luego de un tiempo, supe que Anne estaba delicada de salud...Y fui a visitarlos.

—¡¿Y después?! —lo oí exclamar— ¡¿Después de todo el desastre de los servicios sociales y el abandono?! Preferiste que me pudriera en soledad, ¿cierto?

—Me habían echado del castillo, Hans. —expliqué— Era muy peligroso que supiesen que tú y yo éramos parientes. Podrían haberte masacrado.

Y así, todo el mundo que había creado con él se venía abajo ante mis ojos. Se derrumbó, con ambas manos sobre su rostro, cubriéndolo.

—Los seres como yo ya no necesitan ser "masacrados" aún más, señor O'Conell. Usted lo debería saber mejor que nadie.

Y cuando ya estaba a punto de irse escaleras abajo, acompañado de un portazo lleno de resentimiento y secretos guardados, pronuncié la frase que quizá salvó una relación fraternal que si no, se habría ido por la borda.

—Puede que Anne no haya tenido mil años, Hans. Pero yo sí.

Se dio la vuelta, dejando atrás el picaporte que ya tenía prensado y me observó. Sus ojos se habían vuelto rojos, algo típico de los vampiros cuando pasaban por momentos decisivos en su andar por la vida inmortal. También servía para determinar si estábamos ansiosos, irritados, enojados o deprimidos.

—¿Perdona? —cuestionó, con una sonrisa sarcástica.

Yo respondí, con una mano en el corazón:

—El alma de Annelisse nos dejó muy pronto, eso es cierto. Pero no estaba bajo su control. Yo...Prometí llevarla a contar cuantas gotas de agua hay en el océano, cuántas estrellas resplandecen con elegancia sobre nosotros. Pero, ¿sabes qué más le prometí, esta vez a su memoria?

Su mirada volvió a despedir destellos ámbar. Se estaba calmando.

—Que no me iría, muchacho. Esta vez no. Sé que cometí un error, y estás en todo tu derecho de no perdonarme, pero cómo desearía que lo hicieras. Porque si es verdad que has puesto mi vida de cabeza, pero, ¿qué rayos es la vida sin un huracán de buenas noticias? ¿Sin un tornado...Que ha pintado mis cielos grises de cientos de colores?

Al escuchar esto, se restregó los ojos, pues estaban algo húmedos y con una sonrisa repleta de sinceridad; concluyó mientras me daba un apretón de manos:

—Diablos, no me equivoqué cuando dije que deberías ser un poeta.

Movió sus labios como buscando algo más qué decir, quedándose corto de nombres con los que referirse a mí ahora. Pero le iba a dar tiempo.

Acto seguido, me pidió no comentarle nada a Fallon y yo accedí a ayudarlos con lo que me habían pedido en la cena: ayudarlos a indagar más sobre lo que sucedió con Annelisse y los Hollander.

Hans el temible.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora