Treinta y uno:

3 1 0
                                    

Fallon:

—¿Estás seguro de que no se darán cuenta? —le pregunté al señor O'Conell mientras nos fundíamos en las luces de un amanecer adormilado hacía mi casa.

—Lo harán si nos quedamos quietos y callados. —respondió, mientras ponía un dedo índice sobre sus labios representando que, en efecto, debíamos callar.

Habíamos decidido acercarnos en el coche, luego dejarlo estacionado a unas cuantas cuadras y llegar a mi hogar a pie. El alboroto del motor de un auto alertaría a los vecinos y a mis propios padres. En el supuesto de que estuviesen en casa, claro.

Habíamos acordado que me quedaría allí por unas cuantas semanas, indagando sobre la madre de Hans. Había cosas que no encajaban, como ¿de qué forma pude yo conocerla, si Hans venía existiendo desde el 1600? ¿Cómo vivió tanto tiempo? También estaba su historial médico, que debía encontrar.

¿Debía preguntarles a mis padres? Era algo que desconocía, pero que sin duda intentaría hacer.

Llegamos entre susurros sigilosos y el rumor de nuestros pasos. Allí estaban las flores que  cuidaba, en mi pequeño jardín. Nadie las había arrancado ni destruido. Rosas rojas y unos cuantos tulipanes me daban la bienvenida.

—No creo que sea buena idea entrar por la puerta principal. Esperen.

—Entonces, ¿qué quieres que hagamos? —inquirió Hans, mirándome.

No era como su yo habitual. Su mente estaba en otro lado, miraba de aquí para allá y casi no intercambiaba palabras con el señor O'Conell.

Hans, ¿estás bien?

Él asintió con su mirada fija en el suelo. Nuestro amigo nos interrumpió diciendo:

—Chicos, si queremos que esto salga bien, hay que apresurarse. ¿Alguna idea, Fallon?

—De hecho, creo que sí. Déjenme hacer una breve llamada, ustedes vigilen.

Llamé a Antoine.

—¿Hola, Antoine?

—¡Por Dios, señorita Fallon! ¿Dónde se había metido? —respondió mi chofer al otro lado de la línea.

—Ya sabía que no te creerías el cuento de que escapé a Roma.

Él rio.

Soy su chofer desde que usted tenía ocho años, ¿y espera que me lo crea? Creo que eso no, señorita.

La voz de Antoine era reconfortante. A veces creía que él era el único al que no se le había envenenado la cabeza con el mundo de aparente encanto en el que se había involucrado. Y estaba agradecida por ello.

Antoine, escúchame, no tengo mucho tiempo. ¿Dónde están mis padres?

Me dijo que la noche anterior habían tenido otro baile de élite en la casa de los Bell y se habían quedado allí a dormir.

Se me redujo el corazón. ¿Tres días y no me habían buscado? ¿Ni siquiera habían hecho el esfuerzo de intentarlo?

Si bien era por la magia del hechizo, o si bien simplemente se habían rendido; me destrozó un poco que ni siquiera lo hayan intentado.

Y entonces las palabras de un poeta sudamericano resonaron en mis oídos, en las piezas rotas de mi alma:

"Ojalá nunca leas nada de lo que te escrito, porque me destrozaría saber que a pesar de ello no me has buscado"

Recuerdo que una vez, mi madre encontró todas las cartas que solía escribirle a ella y a mi padre, y tan sólo las echó al fuego mientras decía:

"Lo único que el dinero no puede transformar a nuestro antojo, son los sentimientos. Seca esas lágrimas, hija, y agradece el privilegio que tienes de vivir como lo haces".

No lo había entendido bien hasta esa llamada. Hasta que los sentimientos me ganaron, y el fuego de la indiferencia hizo arder cualquier vinculo que pudiese tener con mis padres.

—Señorita, ¿sigue ahí?

La voz de Antoine me sacó de mis pensamientos.

Sí. —respondí, vacilante. Mis manos temblaban, pero no iba a dejar que ni Hans ni nuestro chaperón lo notase.

Le di unas cuantas instrucciones que él acató y, al cabo de diez minutos, el coche particular de Antoine apareció, abriéndose paso por la solitaria avenida que conducía hasta mi hogar.

Como ya sabía que mis padres no estaban y apenas estaba amaneciendo, no me preocupé mucho. Mis padres estaban ausentes y los vecinos, dormían. No creía que los chismes fuesen a correr tan rápido en un barrio tan cotizado. 

Los ricos sólo se preocupaban por contar cuantos quilates tienen sus joyas, ¿no?

—Lo único que el dinero no puede transformar...Son los sentimientos...Los sentimientos. —balbuceé.

Dios, ¡cómo dolía!

—¿Dijiste algo, cariño? —preguntó Hans.

Fuera de un mundo de oro y plata, había encontrado hermosos rubíes. Y estos, descansaban en la tonalidad de sus ojos cada vez que me miraba. 

Recobré la compostura y le di un abrazo con cordialidad a Antoine, que no se había percatado de mis frases sin sentido por su conversación con el conde.

Me saludó con una sonrisa y, en cuanto a Hans y nuestro amigo, les entregó una mirada y un apretón de manos. No se veía como si quisiera matarlos, a diferencia de mis padres después de nuestra cita en el restaurante. Eran recuerdos que ahora le daban sentido a mi vida.

—Tranquilo, uomo della mia vita, todo estará bien. Resolveremos el misterio de tu madre.

Me despedí enviándoles un beso en el aire y cerré la puerta detrás de mí.

Hans el temible.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora