Capítulo 11

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      Sinclair.



Dejé el tenedor sobre el plato de postres que contenía solo migas de la generosa porción de la tarta que Anielka me había servido. Después de unos minutos en los que observé cómo mi madre volvía a colocar cada cosa en su lugar y me dejaba a cargo de la vajilla en el lavaplatos, consideré la idea de tirar todo y renovarlo solo para no tener que acomodarlos en cuanto salieran limpios.

 Realmente no servía para la limpieza o para la cocina en general, y no ganaba nada afirmando lo contrario. Podría vencer solo con mis manos a más de tres Krevor de lo más fornidos, incluso con ojos vendados.

 Pero aún así obedecía cuando Anielka me encomendaba un quehacer doméstico.

Luego de un corto beso en mi cabello, se excusó para retirarse a su habitación y me dejó sentada en medio de la prístina sala. Unos suaves y cortos pasos se oyeron desde la cocina y siguieron hacia la escalera, me volteé para obtener un rápido vistazo de una cola blanca esponjada. Al parecer Stain también necesitaba su espacio.

Me levanté de mi lugar y avancé hacia la botella de vino semivacía, arrojando lo que quedaba sobre una copa. Bebí despacio, dejando el silencio llenar mis sentidos, y observé el ventanal que dejaba ver una fuente pequeña rodeada de arbustos con flores azules y moradas. Afuera parecía bastante tranquilo aunque nublado y el viento movía los arboles más alejados de la residencia. La suave melodía del jazz favorito de Anielka se oía de lejos y me permití sentirme cómoda en casa, por un momento. Apoyada sobre la encimera flotante, cubierta de ungüentos, en una bata de seda fría y una copa en la mano. Ya era casi un ritual desde mi llegada tiempo atrás.

Había conocido la residencia a mis dieciséis años, cuando me gané el permiso de abandono de la mansión Krevoryen.

Había estado tan feliz ese día empacando mis pocas pertenencias en una maleta, que poco me importaba la herida de roce de bala sobre mi esternón, o mi mejilla izquierda estallada. No sentí la punzada del esguince en mi tobillo y tampoco sentía los músculos quejándose, cuando me apresuré a cargar la maleta y hacer mi camino en dirección a la salida. Una fila de hombres al servicio de Stanislav, formaban filas a los lados del camino congelado, con el brazo izquierdo doblado en un puño en sus espaldas y el brazo derecho totalmente cruzado sobre sus pechos. La mano derecha completamente estirada sobre el hueso clavicular izquierdo.

El signo de respeto y honor de los Krevor. A partir de ese momento, nacía su lealtad hacia mí y me unía oficialmente a ellos. Era reconocida como una más.

Había avanzado sin titubear, con la mirada fija al frente y en el último minuto había volteado, fijando mi mirada hacia el gran ventanal de la oficina principal. Donde un par de ojos fríos, los mismos que veía cada que cruzaba mi reflejo en un espejo, me observaban con una gélida tranquilidad. Asintió en dirección a los portones que estaban abriéndose y fruncí el ceño en molestia. Ni una mirada de aprobación, ni siquiera cuando había logrado sobrevivir a mi primera misión casi suicida. Volteé rápidamente sin dejarle ver mi rostro compungido y tragué duro el hierro en mi garganta. Avancé lo que quedaba del camino con pasos firmes y atravesé los portones, siendo recibida por un beso de Anielka y palabras de emoción. 

Y más allá de ella, se encontraba Charles Ukram apoyado sobre el capó de un auto, con una sonrisa ladina sobre sus labios y aplaudiendo lentamente. Había levantado mis cejas, en genuino asombro a su presencia. Casi no lo veía desde que lo habían ascendido fuera de los túneles de entrenamiento.

 Definitivamente se veía distinto.

Aquellos túneles se encontraban bajo territorio Krevoryen, medían casi lo mismo que la amplitud que utilizaban los metros subterráneos y albergaban a los infantes en su etapa de entrenamiento inicial.

Cientos de niños éramos arrojados a la deriva en esos canales que olían a hierro putrefacto y tierra mohosa. Allí aprendías a moverte en la oscuridad a causa de la poca iluminación. Aprendías a ignorar y aguantar tu estómago, cuando no era la comida lo que escaseaba sino que veías cosas que hacían que volcaras tus tripas afuera. Las mascotas solo existían para atormentarte con sus fauces y las duchas solo existían para cuando ya no distinguías el color de tu piel con el de la inmundicia y la sangre.

Los recuerdos de mi cruda infancia atravesaron mi mente y los alejé antes de permitir que se instalaran en el pecho. Había sobrevivido a muchas cosas siendo niña, las mismas me llevaron a  convertirme en la mujer dura que soy ahora.

 Y no sentiría más que orgullo por eso.

El lavavajillas sonó y me apresuré a sacar y ordenar todo sin mucho cuidado, mi cuerpo me pedía descansar y no me encontraba de humor para permitirme un pequeño sueño reparador. Una vez listo, dejé el envase de vino vacío y la copa dentro del fregadero, me apresuré a colocar los seguros y activar la polarización de los ventanales inferiores.

Subí hacia mi cuarto y  entré azotando descuidadamente la puerta.

Necesitaba un baño, y encontrar un buen vestido para la noche. Me merecía una salida de chicas. 

Revisé mi móvil chequeando los planes disponibles y luego de confirmar, me dispuse a prepararme con mi playlist en aleatorio de fondo.  

CORRUPTED ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora