REYNA

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Al menos no acabamos en otro crucero. El salto desde Portugal nos había hecho aterrizar en un crucero en medio del Atlántico, y tuve que pasarme el día entero en la cubierta con piscina del Azores Queen, espantando a los niños de la Atenea Partenos, que parecían confundirla con un tobogán acuático.
Lamentablemente, el siguiente salto no me agradó más que el anterior, me llevó directamente a mi antiguo hogar.

Aparecimos a tres metros de altura, flotando sobre el patio de un restaurante que reconocí de inmediato. Yo y Nico nos desplomamos sobre una gran jaula de pájaros, que se rompió en el acto dejándolos plantados entre un grupo de macetas de helechos y tres loros asustados. El entrenador Hedge cayó en el toldo de un bar. Olivia terminó cayendo encima de la fuente decorativa del patio, terminando toda empapada. No sabía lo que le pasaba a la pobre, pero siempre terminaba metida en alguna fuente de agua. La última vez fue en el yacuzzi del crucero, junto a dos parejas de ancianos arrugados. La Atenea Partenos aterrizó de pie con un golpetazo, aplastó una mesa del patio y volcó una sombrilla de color verde oscuro, que se posó en la estatua de Niké que la Atenea sostenía en la mano, de forma que la diosa de la sabiduría parecía estar sujetando una bebida tropical.

El entrenador Hedge apareció con una docena de espadas de plástico en miniatura en el pelo, cogió la pistola del dispensador de refrescos y se sirvió una bebida.
—¡Me gusta! —se metió un pedazo de piña en la boca—. Pero la próxima vez, ¿podemos aterrizar en el suelo y no a tres metros de altura, muchacho?

Nico salió de entre los helechos a rastras. Se desplomó en una silla y ahuyentó a un loro azul que trataba de posarse en su cabeza. Después del combate contra Licaón, Nico se había desprendido de su cazadora de aviador hecha jirones. Su camiseta negra estampada con una calavera no se encontraba en mucho mejor estado. Olivia le había dado puntos en las heridas de los bíceps, que le conferían un aire a lo Frankenstein un poco inquietante, pero los cortes seguían hinchados y rojos. Adiferencia de los mordiscos, los arañazos de hombre lobo no transmitían la licantropía, pero sabía de primera mano que curaban despacio y quemaban como el ácido.

—Tengo que dormir —Nico alzó la vista, aturdido—. ¿Corremos peligro?

Escudriñé el patio. El lugar parecía desierto, aunque no entendía por qué. A esas horas de la noche debería haber estado abarrotado. Encima nuestra, el cielo nocturno emitía un brillo de un tono terracota oscuro, el mismo color de los muros del edificio. Alrededor del patio, los balcones del segundo piso estaban vacíos, a excepción de las azaleas en tiestos que colgaban de las barandillas metálicas blancas. Detrás de un muro de puertas de cristal, el interior del restaurante estaba a oscuras. Los únicos sonidos que se oían eran el borboteo de la fuente y algún que otro graznido de un loro malhumorado.

—Esto es el Barrachina —dije.

—¿Quién es una borrachina? —Hedge abrió un bote de cerezas al marrasquino y las engulló.

—Es un restaurante famoso en medio del Viejo San Juan —expliqué—. Aquí inventaron la piña colada en los años sesenta, creo.

Nico se cayó de su silla, se acurrucó en el suelo y se puso a roncar.

Olivia se quitó la sudadera, escurriéndola y quitándole todo el agua que pudo.
—Voy al baño, necesito una toalla con la que secarme. Primero un chapuzón en el crucero, y ahora en una fuente. —murmuró medio molesta, alejándose hasta el interior del edificio. La observé irse, percibiendo como cojeaba un poco, debía haberse vuelto a abrir la herida de su pierna que se hizo en la Casa de Hades.

El entrenador Hedge eructó.
—Bueno, parece que nos vamos a quedar un rato. Si no han inventado bebidas nuevas desde los sesenta, van con retraso. ¡Me pondré manos a la obra!

χαρμολύπη [Charmolipi]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora