OLIVIA

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A medida que nos acercábamos al Campamento Mestizo, en la madrugada del 1 de agosto, a lo lejos vimos seis onagros romanos. Incluso a oscuras, su revestimiento de oro imperial relucía. Sus enormes brazos de lanzamiento se inclinaban hacia atrás como mástiles de barco escorados en una tormenta. Cuadrillas de artilleros corrían alrededor de las máquinas, cargando las hondas y comprobando la torsión de las cuerdas.

—¿Qué son esas cosas? —gritó Nico.

Él volaba a unos seis metros a su izquierda montado en Blackjack, el pegaso oscuro.

—Armas de asedio —dijo Reyna—. Si nos acercamos más, pueden derribarnos.

—¿A tanta altura? —pregunté, subida a a lomos de Frida, un pegaso apache que había montado en más de una ocasión en el campamento.

A la derecha de Reyna, el entrenador Hedge gritó desde el lomo de su corcel Guido:
—¡Son onagros, muchachita! ¡Esos trastos pueden pegar más alto que Bruce Lee!

—Señor Pegaso —dijo Reyna, posando la mano en el pescuezo del corcel—, necesitamos un lugar seguro para aterrizar.

Pegaso pareció entenderla. Giró a la izquierda y los otros caballos voladores lo siguieron: Blackjack, Guido, Frida y otros seis que remolcaban la Atenea Partenos atada con cables.
Mientras rodeábamos el margen occidental del campamento, contemplé la escena. La legión bordeaba el pie de las colinas orientales, lista para atacar al amanecer. Los onagros estaban dispuestos detrás nuestra formando un amplio semicírculo a intervalos de trescientos metros. A juzgar por el tamaño de las armas, calculé que Octavio tenía suficiente potencia de fuego para destruir a todo ser vivo del valle.
Pero ese no era el único peligro: acampadas a lo largo de los flancos de la legión, había cientos de fuerzas de auxilia: una tribu de centauros salvajes y un ejército de cinocéfalos, los hombres con cabeza de perro que habían firmado una precaria tregua con la legión hacía siglos. Había muchos menos romanos, rodeados de un mar de aliados poco fiables.

—Allí —señalé hacia el estrecho de Long Island, donde las luces de un gran yate brillaban a cuatrocientos metros de la costa—. Podríamos aterrizar en la cubierta de ese barco. Los griegos controlaron el mar.

Pegaso se ladeó hacia las aguas oscuras del estrecho.
El yate era un barco de recreo blanco de treinta metros de eslora, de línea elegante y oscuros ojos de buey. Pintado en letras rojas, en la proa había un nombre: MI AMOR. En la cubierta de proa había un helipuerto lo bastante grande para la Atenea Partenos. No había tripulación. Pero no había tiempo de avisar al equipo de que ibamos a aterrizar, los caballos estaban cansados y necesitaban parar. Pegaso se posó en la cubierta de proa con Guido, Frida y Blackjack. Los otros seis caballos dejaron suavemente la Atenea Partenos en el helipuerto y acto seguido se posaron a su alrededor. Con los cables y los arreos, parecían los animales de un tiovivo.

Reyna desmontó. Como había hecho hacía dos días, cuando había visto a Pegaso por primera vez, se arrodilló ante el caballo.
—Gracias, Grande.

Pegaso desplegó las alas e inclinó la cabeza, relinchando.

Hedge se acercó trotando para traducir.
—Pegaso dice que debe marcharse antes de que empiece el tiroteo. Su fuerza vital conecta a todos los caballos, así que si resulta herido, todos los caballos alados notan su dolor. Por eso no sale mucho. Es inmortal, pero sus descendientes no. No quiere que sufran por su culpa. Les ha pedido a los otros caballos que se queden con nosotros para ayudarnos a terminar la misión.

—Entiendo —dijo Reyna—. Gracias.

Pegaso relinchó de nuevo.
Hedge abrió mucho los ojos. Ahogó un sollozo y acto seguido sacó un pañuelo de su mochila y se enjugó los ojos.

χαρμολύπη [Charmolipi]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora