EL VALLE DE MOSS

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–Hola Sam, dime. –Mi voz viajando miles de kilómetros en pocos segundos.

–Daniel, ¿de verdad vas a bajar al pueblo tú solo?

–¿Te da miedo que me pierda o algo así?

–No, no es eso. Pero no sé, pensaba que podríamos bajar los tres juntos y pasar un día genial y todas esas cosas.

–Sam...

–Déjalo, si tú quieres ir solo ve, si total siempre haces lo que quieres. –La rabia irradia del otro lado de la llamada.

–Samuel, escúchame.

–Daniel, de verdad, no me hinches. ¡No me llames Samuel!

–Sam.

–Mejor.

–Estamos Val y yo en la puerta, llevamos diez minutos esperándote. ¿Te arreglas de una puta vez o nos vamos sin ti? Tú decides. –Digo, juntando todas mis fuerzas en el intento de sonar lo más serio que puedo y no comenzar a reírme sin control alguno.

–¿Cómo?

–Que te des prisa, Samuel. Estos viajes con amigos son los que te marcan la vida.

–Dios, qué mal me caéis, joder. En 5 minutos estoy ahí. Ah, y a todo esto, ¿ya sabéis cómo se supone que nos vamos a escapar sin que el diablo nos vea?

–Sí, el diablo estará ocupado hasta la hora de desayunar, por eso salimos tan pronto.

–Daniel, sé sincero conmigo, ¿vas fumado?

–Por enésima vez, no.

–¿Borracho tal vez?

–Que bajes ya, joder. –Riendo, pongo fin a nuestro enlace telefónico y mientras guardo mi móvil en mis bolsillos, puedo observar a Val que está de espaldas, disfrutando del amanecer.

Nos encontramos escondidos en la parte trasera del patio, impacientes, esperando a Sam. El plan se basa en salir por una supuesta puerta secreta que solo los estudiantes conocen, o al menos eso dice Val. Además, tras observar la rutina del diablo, hemos descubierto que solo hace acto de presencia si tienes visita o has roto algo, sino solo se queda de pie en la puerta de la cafetería, para confirmar que queda alguien vivo en su centro, o tal vez solo le gusta estar ahí para asustar a los demás, quién sabe.

El sol se asoma entre las verdes montañas que se observan a lo lejos, una espesa niebla se apodera del horizonte, desviando la dirección de los efímeros rayos de luz que forman un abanico de colores, dibujando de una manera inevitable una sonrisa en la cara de cualquiera.

Tras cinco minutos de espera, Sam al fin aparece, jadeando como siempre.

–Veo que el deporte no es lo tuyo, ¿eh?

–No te escucho. ¿Cómo nos vamos? Porque no sé vosotros, pero yo no pienso caminar los más de diez kilómetros que separan este centro del pueblo.

–Mierda. –Masculla Val, volviendo de su pequeño trance mañanero.

–Tranquilos, yo conduzco. –mi lado heroico salió a la luz.

Y en un abrir y cerrar de ojos, estamos los tres sentados en un coche, que por temas legales diremos que he cogido prestado de la parte de atrás. Con la radio encendida y la música inundando las cuatro puertas de la tartana con ruedas en la que nos estamos moviendo, aceleró por una larga y vieja carretera completamente vacía. La felicidad cobra un nuevo sentido, que hacía ya demasiado tiempo que no resurgía en nuestros seres.

Bajando suavemente de la quinta a la primera marcha, dejamos tras nosotros un gran y desgastado cartel que dice: "Bienvenidos al Valle de Moss". No parece ser un pueblo exageradamente grande, más bien se podría decir que parece humilde, pero eso sí, muy bonito por lo poco que hemos visto. Las calles son todas de una acera formada por un tipo de piedra que jamás he visto, todas casas grandes y de una madera pura y bella. Si no fuera porque es imposible diría que estamos en un pueblo americano. Niños jugando en la calle, como si no existiera ningún ápice de maldad en este lugar, gente mayor sentada en sillas de plástico, cada una en el porche de su casa observando la vida pasar, pocos coches aparcados y todavía menos circulando. Aparcamos en la primera calle, en la que veo un hueco enorme donde luchar contra mis dotes inexistentes de estacionar. Nos bajamos y al recibir el primer rayo de sol, comprendemos algo de lo que aún no éramos conscientes: estamos fuera del centro, al fin libres. Y en ese mismo instante, decidimos disfrutar de cada uno de ellos, en ese pequeño paraíso.

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