Capítulo 25: El Santuario

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Dragar, consciente de las heridas superficiales que mancillaban la piel de su protegida, no titubeó en tomar medidas para aliviar su dolor físico y acallar el tormento emocional que claramente la afligía. Con suma delicadeza la llevó en brazos hacia el santuario más personal y revelador de su existencia nocturna: su propia habitación.

La estancia que Dragar había elegido como refugio personal era una extensión de su ser vampírico, una representación de la solemnidad y el poder que lo definían. Las paredes estaban cubiertas de tapices oscuros que absorbían la tenue luz, mientras que pesados cortinajes bloqueaban cualquier atisbo de luz exterior que pudiera perturbar su eterno crepúsculo. La cama, grande y cubierta con sábanas de seda negra, contrastaba con el suelo de mármol pulido cuyo frío era mitigado por alfombras persas de intrincado diseño. En las esquinas, candelabros de hierro forjado sostenían velas que ardían con una llama azulada, proyectando sombras danzantes que jugaban con la imaginación. Los muebles eran de maderas oscuras y robustas, con detalles góticos que hablaban de un gusto refinado y una predilección por lo clásico y atemporal.

Una vez en la habitación, el vampiro se enfrenó a la tarea de inspeccionar y tratar las heridas de Bruma. Su intención era pura, pero la joven, asustada y confundida, luchaba instintivamente al sentir que su ropa era retirada. La voz de Dragar, sin embargo, era una ancla en medio de la tormenta de emociones que Bruma experimenta. Con palabras serias y autoritarias, pero no carentes de un cuidado subyacente, le recordó que debía confiar en él.

"No te haré daño, pequeña. Debes confiar en mí; estoy aquí para ayudarte, para cuidarte," decía el vampiro, su tono firme pero comprensivo.

Con manos que habían conocido tanto la delicadeza como la destrucción, Dragar ayudó a Bruma a quitarse la ropa dañada y la guio hacia la bañera. El agua tibia sirvió como un bálsamo para los arañazos que salpicaban su piel, y aunque ella sollozaba, las palabras y acciones del vampiro la iban calmando poco a poco. El agua limpiaba las heridas y lavaba las huellas de la violencia que había sufrido.

La noche se mantenía tranquila sobre el caserón entre las montañas, y mientras Bruma se sumergía en el calor reconfortante del baño, el vampiro se quedaba con ella, un guardián contra las sombras, tanto las del mundo como las del corazón.

En la penumbra de la habitación, con la luz azulada de las velas reflejaba destellos en las superficies de mármol, Dragar se convirtió en un curandero de otro tiempo, sus gestos meticulosos y precisos. Cada uno de sus movimientos al tratar las heridas de Bruma estaba impregnado de un cuidado casi paternal.

Se inclinó sobre la bañera, sus manos se sumergieron en el agua tibia para examinar suavemente cada arañazo, cada marca. Con dedos que han sido testigos de siglos, aplicaba ungüentos conservados a lo largo de los años, remedios que habían curado tanto a mortales como a inmortales. Las propiedades de estas sustancias eran desconocidas para la ciencia moderna, pero sus efectos eran indiscutibles. Los arañazos de Bruma comienzan a cerrarse, el enrojecimiento disminuía y el dolor se desvanecía bajo la influencia de los bálsamos aplicados por el milenario.

Mientras trabaja, su voz era un susurro grave, pronunció palabras de cariño que se mezclaban con el sonido del agua. No había duda de su dominio de la situación, su tono era un bálsamo tanto para el cuerpo como para el alma.

"No temas, pequeña. Estas heridas sanarán. Estás bajo mi protección ahora, y nada ni nadie te hará daño mientras estés bajo mi techo," dijo con una firmeza que no deja espacio a la duda.

La dualidad de su naturaleza se revelaba en este acto de sanación: un vampiro, una criatura de la noche que había conocido la violencia de los siglos, y sin embargo, en este momento, era el más tierno de los guardianes. Bruma, aunque todavía sobrecogida por el miedo, comenzaba a sentir una sensación de seguridad. El inmortal poseía una capacidad sorprendente para el cuidado y la protección.

El agua de la bañera se iba enfriando, y las velas consumían su cera, pero la transformación estaba completa. Las heridas físicas de Bruma habían sido tratadas, y su espíritu, aunque todavía asustado, había sido tocado por la compasión de este antiguo ser. En el corazón de la oscuridad, en la habitación de un vampiro milenario, la joven encontró un refugio inesperado y la promesa de un nuevo amanecer, aunque el sol nunca alcanzaría las ventanas de esta morada oculta entre las montañas.

En el silencio casi sacro de la habitación, Dragar decide que es momento de sacar a Bruma del baño. Con lentos y considerados, extendió una mano firme y segura, apoyando a Bruma para que se levantase. El agua, enriquecida con esencias y minerales desconocidos para el mundo moderno, resbalaba de su piel en una cascada de gotas brillantes que parecían llevarse consigo los vestigios del temor y el dolor. El vampiro envolvió a Bruma en una toalla grande y suave, tejida con fibras que absorbían el agua de su piel con rapidez, sin necesidad de frotar las heridas que ya comenzaban a cicatrizar.

Mientras la envolvía, el maestro inclinó su cabeza hacia ella, su voz era un susurro que apenas rozaba la superficie de la quietud que los rodeaba: "Lo has hecho muy bien niña, has sido muy valiente"

Continuó envolviéndola en la toalla, con la misma precaución y dedicación con la que uno manejaría un objeto querido. Cubrió su delicado cuerpo, asegurándose de que el calor del baño no se disipase demasiado rápido, que el frío del mundo exterior no la alcanzase todavía.

"El frío ya no puede tocarte, ni la oscuridad envolverte," siguió susurrando Dragar mientras secaba suavemente su cabello, cada palabra como un hechizo destinado a calmar y proteger. "En esta habitación, bajo mi cuidado, solo encontrarás paz."

Había una cadencia casi hipnótica en su voz, un tono que podría pertenecer tanto a un padre como a un protector. A pesar de su inmortalidad y su lejanía del mundo humano, Dragar parecía entender intuitivamente la necesidad de consuelo, de serenidad, que Bruma requería en ese momento.

La toalla envolvió a Bruma en un capullo de seguridad. Los músculos de Dragar, moldeados por una existencia eterna, era la cuna perfecta para Bruma, cuyo cuerpo se relajó instintivamente al sentirse tan segura y protegida. Con una suavidad que sorprendería a cualquier testigo, la acunó contra su pecho, manteniendo su preciosa carga cerca de su corazón inmortal.

A medida que salía del baño, Dragar balanceaba a Bruma suavemente, cada paso medido y tranquilo, como si temiera perturbar el silencio reconfortante que había tejido a su alrededor. La luz de las velas baila a su paso, proyectando su sombra en un delicado vals con las sombras de la habitación.

Con la joven acurrucada en sus brazos como la tenía, el maestro comenzó a darle leves palmadas en las nalgas, como si de un bebe se tratase, un gesto íntimo y paternal que en otro contexto podría parecer fuera de lugar, pero que en este momento se sentía natural y reconfortante. El ritmo constante y suave de las palmadas era una especie de metrónomo que marcaba un compás de seguridad y calma. La habitación se llenaba con la cadencia de la calma, y Bruma, cuyos sollozos se había apagado hacía tiempo, se mantenía atrapada en el refugio de los brazos del maestro.

Con la respiración de la joven haciéndose más profunda y uniforme, el temblor de su cuerpo cediendo al consuelo de los arrullos y la seguridad de los brazos que la sostenían, Dragar percibió el cambio y reconoció que era el momento de permitirle un descanso más cómodo y prolongado.

Con un movimiento fluido y siempre cuidadoso, la sentó en la cama, las sábanas de fino tejido rozaron suavemente la piel a través de la toalla. Se alejó solo unos pasos hacia el armario, su figura alta y elegante se recortaba contra la tenue luz. Abrió las puertas de madera tallada y seleccionó una camisa de seda blanca, suave y amplia. La tela era de una calidad que Bruma apenas había rozado en su vida, y la prenda llevaba consigo el sutil aroma de un tiempo y un mundo que ella apenas podía imaginar.

Volviendo a la cama con la camisa en sus manos, Dragar ayudó a Bruma a ponérsela, que, como había previsto, le quedaba grande y larga, cayendo hasta sus rodillas y envolviéndola en una comodidad suave. La naturaleza de la seda era fresca y, al mismo tiempo, abrigadora; era una caricia contra la piel.

A pesar de la diferencia de tamaño, la camisa se convirtió en un camisón improvisado, ajustó las mangas con una doblez meticuloso para que sus manos quedaran libres, y la observó con una expresión que podría ser interpretada como un destello de ternura.

La camisa del vampiro, se transformaba en un símbolo de la seguridad que él le había prometido, un gesto de pertenencia y protección que trascendía la mera funcionalidad de la ropa. En ella, Bruma encontró no solo calor físico sino también una especie de escudo psicológico, la sensación de que, mientras la llevase puesta, nada podría hacerle daño.

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