Capítulo 26: Concilio de Inmortales

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La noche había cedido su dominio al día, aunque Bruma no podía ver el sol que se elevaba orgulloso más allá de los muros de la fortaleza de Dragar. Sus ojos se abrieron bruscamente, el pulso acelerado y su aliento entrecortado por los ecos de una pesadilla que se desvanecía pero que aún dejaba su venenosa esencia en su mente.

Había soñado con el ataque a la fortaleza, con los disparos y con rostros sin nombre que se convertían en cenizas ante sus ojos. El miedo aún le recorría la piel, y por un momento, la camisa de seda pareció tan asfixiante como las llamas de su sueño. En un acto instintivo, se levantó de la cama y corrió hacia las ventanas, solo para encontrar que estaban selladas con pesados tapices que no cedían ante sus manos temblorosas.

La habitación, una cámara segura y acogedora preparada para el descanso de in vampiro, ahora se sentía como una prisión, cada tapiz un guardián silencioso del secreto diurno del inmortal. Las paredes de piedra del cuarto absorbían la luz de las velas, proyectando sombras danzantes que parecían burlarse de su desesperación.

Decidió salir del cuarto, ansiosa por escapar de las sombras de su propia mente. El pasillo fuera de la habitación era largo y se perdía en una curva suave, las antorchas en las paredes arrojaban una luz tenue que apenas lograba perforar la oscuridad. El aire estaba impregnado de una fragancia antigua, una mezcla de madera vieja, libros y una nota sutilmente metálica que Bruma no pudo identificar.

El caserón de Dragar era un laberinto de corredores y estancias, cada uno contando su propia historia de siglos pasados. La arquitectura era una amalgama de estilos, una pieza de cada era que Dragar había vivido, unidos en una armonía sombría. Las paredes estaban adornadas con tapices y cuadros de figuras que parecían observarla con ojos que sabían demasiado.

Descendió la gran escalera de caracol, sus manos rozando la fría barandilla de hierro forjado, cada espiral un descenso más profundo en el corazón de la morada del maestro vampiro. Al llegar al piso de abajo, las voces se hicieron más claras, un coro de susurros que parecía flotar a través de las paredes de piedra.

Siguiendo el sonido, Bruma llegó a una puerta entreabierta. Con cautela, se asomó por la rendija y su mirada se encontró con una escena que parecía sacada de una corte ancestral. Una gran mesa redonda ocupaba el centro de la sala, tallada en un oscuro y lustroso ébano, rodeada por figuras envueltas en ropajes de otra época.

Eran diez en total, y cada uno poseía una presencia que llenaba la estancia. Sus rostros eran pálidos, como si la luz del día nunca hubiese besado su piel, y sus ojos, cuando atrapaban la luz, brillaban con la profundidad de los secretos eternos. Entre ellos, Dragar se destacaba no solo en estatura sino en la autoridad que parecía emanar de él de manera natural.

El vampiro maestro estaba en su elemento, su voz tejía las conversaciones mientras sus manos gesticulaban con una gracia que desafiaba su apariencia feroz. Bruma se dio cuenta, con un estremecimiento que recorría su espina dorsal, que todos ellos eran vampiros, un concilio de inmortales cuyas decisiones podían cambiar el destino de aquellos que vivían bajo el sol.

La joven retrocedió cuidadosamente, el temor y la curiosidad batallando por el dominio de su corazón. Sabía que no debía interrumpir, que su presencia era una intrusa en esta asamblea de sombras. Pero la necesidad de entender y el anhelo de descubrir la verdad detrás de esa congregación de criaturas nocturnas la mantuvieron pegada a la puerta, su respiración contenida y sus ojos anclados en la escena.

En la mesa, los documentos se extendían frente a ellos como pergaminos de un tiempo olvidado, y las copas de un líquido más oscuro que el vino tinto se alzaban en un brindis silencioso. La conversación fluía en un idioma antiguo que Bruma no reconocía, pero la urgencia en sus tonos era universal.

Un repentino silencio cayó sobre la sala y la joven sintió una mirada que se clavaba en ella. Dragar había levantado la vista, sus ojos encontrando los suyos a través de la abertura de la puerta. La conexión fue momentánea, pero en ella, Bruma leyó un abismo de emociones que no podía descifrar. La puerta se abrió más, y el vampiro se dirigió a ella con una voz que, a pesar de su suavidad, llevaba el peso de la eternidad.

"Bruma," su tono era calmado pero firme, "aproxímate."

Con una mezcla de temor y resolución, Bruma dio un paso hacia el interior de la sala. Los ojos de los demás vampiros se fijaron en ella, algunos con curiosidad, otros con una especie de reconocimiento reservado.

Ella aún sentía la electricidad de la pesadilla recorriendo su ser, y aunque la invitación de Dragar contrastaba con la solemnidad del ambiente, había algo en su tono que no dejaba espacio para la negación. Bruma avanzó, sintiendo cada par de ojos inmortales clavados en ella, evaluándola como si pudieran ver más allá de su piel y escudriñar el contenido de su alma.

La duda la asaltó con cada paso, la misma que la había mantenido al filo de la puerta, observando el cónclave desde las sombras. Pero la seguridad que emanaba de Dragar era como un faro, y ella, perdida en la bruma de su propio miedo, se encontró ansiando la luz que él representaba, aun sabiendo que era el fuego de un sol distinto, uno que no quemaba, pero que tampoco pertenecía al día.

Con una gracia que no sentía, Bruma se acercó y, en un movimiento que parecía más un acto de confianza que una decisión consciente, se posó en el regazo de Dragar. La cercanía de su cuerpo, frío y a la vez extrañamente reconfortante, le proporcionó un alivio inmediato y un nuevo tipo de temor, esta vez no por su seguridad, sino por la incertidumbre de su lugar en ese mundo ajeno.

Dragar, con una percepción aguda de la hesitación de Bruma, extendió sus brazos hacia ella. Como si interpretara su proximidad como un permiso silencioso, la atrapó suavemente por la cintura y la guió hasta sentarla en su regazo. La acción fue rápida y decidida, un contraste perfecto con la dubitativa aproximación de Bruma.

El contacto con Dragar fue un choque de realidades: su fría existencia contra la calidez mortal de Bruma. Ella se sobresaltó ligeramente, su cuerpo instintivamente queriendo rechazar la invasión de su espacio personal. Sin embargo, la firmeza con la que el vampiro la mantenía le ofrecía una paradoja de seguridad. Sus manos, aunque heladas, eran sorprendentemente reconfortantes y estables.

Las miradas inquisidoras de los otros seres se intensificaron, observando el gesto con un interés renovado. La acción no pasó desapercibida ni fue interpretada como algo casual. Estaba claro que en este mundo de antiguas criaturas y protocolos no escritos, cada gesto tenía su significado, y Dragar había enviado un mensaje claro, esa joven estaba a su cargo y nadie podía tocarla.

Sin embargo, el mensaje estaba velado para Bruma, cuyo entendimiento de las costumbres vampíricas era tan opaco como la noche que ahora gobernaba su vida. Atrapada en el regazo de Dragar, su mente corría en un torbellino de preguntas y temores.

Dragar notó la rigidez en el cuerpo de Bruma y, con un tono que mezclaba autoridad con un matiz de gentileza, habló cerca de su oído. "Tranquila, Bruma, estás entre aliados y amigos aquí".

Entonces el milenario se dirigió a la asamblea, su voz resonando con una autoridad que parecía sacudir las mismas paredes del salón. "Este ser ante ustedes," comenzó, señalando la frágil figura de Bruma, "Es alguien de inmenso valor para mí."

Los vampiros se inclinaron ligeramente, sus rostros impasibles mostrando un atisbo de curiosidad. Dragar continuó, "Ella es Bruma, la protegida de nuestro estimado Gobernador Edric. Su seguridad y bienestar son mi prioridad."

A pesar de la solemnidad del momento, Bruma se encontró abrumada por la timidez. Los rostros que la miraban eran como estatuas talladas en mármol, inmutables y eternos. Pero, a medida que sus ojos se adaptaban a la magnitud de la situación, comenzó a discernir diferencias sutiles. Algunos vampiros, cuyas edades no podían ser descifradas por la mirada humana, le ofrecían sonrisas tranquilizadoras. En sus gestos había una cordialidad que traspasaba la frialdad de su inmortalidad.

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