Capítulo 14: La dureza de la noche

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El peso de sus palabras cayó sobre ella como una losa fría y pesada. Bruma se dejó caer de rodillas en una de las callejuelas poco transitadas, la firmeza de su voz ahora reducida a un susurro tembloroso.

Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos, liberándose con una urgencia que no podía contener. La posibilidad de recibir un castigo la atemorizaba profundamente, y una crisis la envolvía con brazos inmisericordes. Las lágrimas fluían, cada una portadora de miedo, frustración, y la dolorosa sensación de estar atrapada.

Bruma se abrazó a sí misma, buscando consuelo en su propio abrazo mientras sollozos sacudían su cuerpo. Se sentía como si todo lo que ella valoraba –su autonomía, su libertad de elección– le hubiera sido arrebatado. Las palabras de ese hombre resonaban en su mente, cada eco una cadena que la ataba a la realidad de que, en este mundo, su voluntad estaba sujeta a la de aquellos que eran más poderosos, más antiguos y, ahora, inquietantemente severos.

El frío del suelo contra su piel era un recordatorio de que las amenazas del vampiro Dragan no eran meras palabras. Cada advertencia se sentía como una restricción más en su mundo, un mundo que se estaba cerrando sobre ella con la inexorabilidad de las paredes de una celda.

En ese momento de desesperación, Bruma era la niña que el vampiro había acusado de ser, sollozando en el umbral de los límites impuestos, sintiendo la vigilancia de dos figuras inmortales que, aunque no estaban presentes físicamente, la asfixiaban con su control omnipresente.

El llanto de Bruma era un torrente de emociones, un lamento por la pérdida de la inocencia y por la entrada abrupta en un juego de poder que la superaba. Se sentía pequeña, indefensa y, sobre todo, asustada. La posibilidad de desafiar a seres como estos se antojaba ahora un acto de temeridad que podría costarle más de lo que estaba dispuesta a pagar.

Finalmente, el cansancio y el agotamiento emocional la llevaron al silencio. Su llanto se redujo a un temblor ocasional, y mientras las lágrimas seguían marcando su rostro, Bruma comenzó a reunir las piezas fragmentadas de su determinación. A pesar del miedo, una chispa de desafío todavía ardía en su interior; ella no se rendiría tan fácilmente.

Bruma sabía que, aunque se sentía desamparada y sola, tendría que encontrar la manera de navegar este mundo oscuro y retorcido sin perderse a sí misma en el proceso. Sería una lucha, sin duda, pero una lucha que estaba decidida a emprender. Con esa resolución, aunque aún frágil, Bruma secó sus lágrimas y se levantó lentamente, consciente de que la verdadera prueba aún estaba por venir.

Se movía con premura por las calles ya conocidas, su corazón latiendo al ritmo frenético de quien sabe que cada segundo cuenta. El barrio donde había vivido, ahora un laberinto de sombras y siluetas desgastadas por el olvido, parecía un reflejo de su propia desesperación, pero en él veía su última esperanza.

El barrio, conocido por su peligrosidad, era un lugar donde pocos se atrevían a merodear después del ocaso. Las bandas y los solitarios errantes habían dejado su marca en las fachadas de las casas, en las ventanas rotas, y en las puertas que colgaban de sus bisagras como testigos mudos de la decadencia. Pero para Bruma, este lugar era un refugio en potencia, conocía a la perfección sus recovecos.

Al adentrarse en las entrañas de la zona, la joven recordó un cobertizo en particular, un vestigio de lo que una vez fue una vivienda vibrante, ahora tan solo una estructura que luchaba por mantenerse en pie entre las ruinas. Había jugado allí de niña, conocía cada rincón, cada escondrijo que le había servido de refugio en sus juegos infantiles. Ahora, esos mismos rincones podrían significar su salvación.

La noche comenzaba a envolver el cielo cuando Bruma llegó al lugar. Los restos de la casa se alzaban ante ella como un esqueleto de concreto y madera, su cobertizo aún en pie, aunque ladeado y cubierto por enredaderas y grafitis. Con sigilo, se deslizó hacia la entrada, su cuerpo contraído por el frío y el temor.

El cobertizo estaba vacío, salvo por los escombros y los recuerdos que colgaban en el aire como telarañas. Se arrastró hacia el rincón más oscuro, donde una vez había escondido sus tesoros de niña. Ahora, el espacio reducido y polvoriento se convertía en su cámara de supervivencia.

Las horas pasaban lentas, cada minuto un martillazo en su conciencia. Bruma escuchaba los sonidos de la noche, el crujido de la madera, el lejano murmullo de la ciudad y, ocasionalmente, el paso apresurado de alguien que, como ella, buscaba pasar desapercibido.

La espera se tornaba tortura, un juego de sombras y falsas alarmas. Sabía que si los vampiros empleaban sus habilidades sobrenaturales, el cobertizo ofrecería poco en cuanto a protección real. Pero también sabía que este lugar abandonado y peligroso era el último sitio donde buscarían a alguien que, en teoría, debía estar aterrorizada. Y en esa paradoja encontraba su ventaja.

De repente, un ruido cercano la alertó. Su respiración se detuvo, su cuerpo inmóvil. Pero no eran los pasos de un vampiro antiguo, sino los de un gato callejero que buscaba refugio o comida. Bruma dejó escapar el aire que había retenido, su cuerpo temblaba, no solo por el frío, sino también por la descarga de adrenalina.

Mientras la noche se consumía, Bruma se permitió un atisbo de esperanza. Tal vez, solo tal vez, su elección había sido la correcta. Tal vez el cobertizo y su pasado olvidado serían suficientes para mantenerla oculta hasta que pudiera encontrar una solución más permanente o hasta que el peligro pasara. Por ahora, la oscuridad era su aliada, y en ella se envolvía, esperando el amanecer.

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