Capítulo 7: El Corazón de las Tinieblas

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Al día siguiente, con el sol acariciando su rostro, Bruma recorría los jardines de la fortaleza, contemplaba con asombro cómo la mansión del gobernador se erguía ante ella, una silueta gótica recortada contra el cielo soleado. Era una construcción imponente, sus torres alzándose como dedos acusadores hacia los cielos, y sus muros de piedra gris contaban historias de un pasado inmemorial.

Los jardines que rodeaban la fortaleza eran un laberinto de belleza y melancolía. Caminos de grava serpenteaban a través de setos meticulosamente recortados, y figuras de mármol observaban en silencio. La luz se enredaba entre las ramas de los árboles antiguos, mientras que las rosas negras y los lirios pálidos competían por la atención, sus colores vibrantes destacando contra la paleta de grises y verdes oscuros.

Al entrar en la mansión, Bruma sintió la historia impregnada en cada piedra. Los pasillos estaban iluminados por lámparas que arrojaban un resplandor danzante sobre los tapices que adornaban las paredes, cada uno narrando leyendas de valentía y tragedia. Las armaduras de antiguos guerreros se alineaban en salones silenciosos, sus armas aún brillantes, como si esperaran el llamado a una nueva batalla.

Recorrió las habitaciones, cada una más opulenta que la anterior. Los techos altos albergaban arañas de cristal que destellaban con una luz sombría, mientras que los suelos de mármol reflejaban cada movimiento. Las sillas y los sofás estaban tapizados en terciopelos profundos y bordados con hilo de oro, ofreciendo un contraste con la severidad de los muros de piedra.

La habitación asignada a Bruma contrastaba con la opulencia y la sombría magnificencia del resto de la mansión. El gobernador había elegido un espacio que creía adecuado para ella, uno que resonara con su espíritu y brindara un santuario para su presencia más luminosa.

Al abrirse la puerta de madera tallada, Bruma entró en un dominio que parecía haber sido cuidadosamente curado para reflejar la luz en lugar de absorberla. Grandes ventanales con vitrales en tonos suaves de azul y lavanda permitían que la luz del día se filtrara en patrones moteados, bañando la habitación en una calidez tranquilizadora.

Las paredes estaban pintadas de un blanco cálido, y en ellas colgaban cuadros de paisajes serenos y jardines florecientes, un eco de la vida que continuaba más allá de los muros de la fortaleza. El suelo de madera estaba cubierto con alfombras tejidas en tonos de crema y verde pálido, suaves bajo los pies y agradables a la vista.

La cama, situada en el centro de la habitación, estaba hecha con un armazón de madera clara y tallada con motivos de flores y enredaderas. Sobre ella, un edredón de algodón ligero, adornado con bordados de hilo de plata que capturaban la luz, invitaba al descanso y al sueño. Al lado de la cama, una mesita de noche contenía una esbelta lampara de cristal y un pequeño montón de libros que el gobernador había seleccionado por su contenido poético y estimulante.

En un rincón, una pequeña estufa de hierro fundido estaba lista para calentar la habitación durante las noches más frías, su presencia una promesa de confort. Frente a las ventanas, un escritorio de caoba con papel y estilográficas ofrecía un espacio para la reflexión y la escritura.

No faltaban detalles delicados: un jarrón con flores frescas sobre la cómoda, cortinas de lino que ondeaban con la brisa, y una pequeña biblioteca con estantes llenos de libros que hablaban de aventuras, romance y los misterios de la naturaleza.

La habitación de Bruma era un refugio de paz y belleza, un contrapunto a la gravedad de la fortaleza que la contenía. El gobernador había esperado que ella encontrara consuelo y alegría en este espacio, una extensión de su propia esencia, donde la soledad podría sentirse más como solitud y menos como aislamiento.

Cuando la noche envolvió la mansión del vampiro como un manto, la luna, un delgado arco en el cielo, proyectaba una luz pálida y enfermiza a través de las ventanas de la torre más alta, donde Edric se recluía en su soledad.

Aquí, rodeado de los recuerdos de mil vidas pasadas, se permitía sentir el peso completo de su existencia. Los muros, adornados con tapices que retrataban batallas y tragedias, parecían cerrarse sobre él, como si intentaran aplastar la inmortalidad de su ser con la gravedad de la historia.

Él se movía lentamente por la habitación, sus dedos acariciaban el borde de una copa de vino vacía, recordando el sabor de la vida que alguna vez había contenido. Cada sorbo era una efímera conexión con la humanidad que había dejado atrás hace eones, cada gota una promesa de sentimientos que ya no podía experimentar plenamente.

El gobernador se detuvo frente a un espejo de plata antigua, la superficie manchada por el paso del tiempo. Sin reflejo, una sombra etérea que apenas perturbaba la plata vieja, era un recordatorio constante de su maldición. En esa imagen, veía no sólo su propia figura, sino la de todos aquellos que había amado y perdido, sus rostros desvaneciéndose en la niebla de su memoria.

La eternidad le había enseñado que cada conexión era una futura despedida, cada amistad un preludio de luto. La inmortalidad era un océano de aislamiento en el que cada encuentro era una isla efímera, destinada a hundirse en el olvido.

Un ruido sutil lo sacó de sus pensamientos, el sonido de un paso ligero en la escalera de caracol que conducía a su sala. Sabía que era Bruma antes de que su silueta apareciera en la entrada, su presencia una llama en la oscuridad de su existencia.

"¿Por qué buscas la oscuridad, Edric?" preguntó, su voz un hilo de calidez en el frío gótico de la torre.

Él se giró para enfrentarla, la tristeza en sus ojos como un pozo sin fondo. "Porque en la oscuridad, mi querida Bruma, no hay reflejos que me recuerden lo que he perdido," respondió, su voz tan baja que casi se perdía entre el crujir de los viejos maderos.

Bruma avanzó, intrépida, su figura parecía absorber la oscuridad a su alrededor. "Pero incluso en la noche más oscura, las estrellas encuentran la manera de brillar. Permíteme ser esa luz, aunque sea por un momento."

Los ojos del gobernador se humedecieron, no con lágrimas, pues hacía mucho que había dejado de llorar, sino con una comprensión dolorosa. "Temo que en tu intento de iluminar mi oscuridad, te pierdas en ella," confesó, su voz temblorosa con una vulnerabilidad que rara vez mostraba.

En esa torre gótica, en la más profunda de las noches, dos almas compartieron su soledad, y por un breve instante, la tristeza del vampiro aligeró bajo el peso de una presencia que, contra todo pronóstico, se atrevía a caminar a su lado en la oscuridad.

En los días que siguieron a su conversación, Bruma y el Edric encontraron un equilibrio inestable entre la curiosidad y la cautela. La revelación compartida había tejido entre ellos un lazo delicado, uno que requería de cuidado y paciencia para no romperse.

Bruma, con su innata comprensión de la conexión y la empatía, se convirtió en una presencia constante. Comenzaron a compartir las tardes, cuando el sol se inclinaba para besar el horizonte y la noche aún no reclamaba su reino. Ese crepúsculo, ni día ni noche, se convirtió en su santuario temporal, un momento suspendido donde la mortalidad de Bruma y la inmortalidad del vampiro podían coexistir sin conflicto.

Durante estas horas, él le mostraba a ella los secretos de su mundo, los rincones olvidados de su mansión y los tesoros acumulados a lo largo de los siglos. Cada objeto tenía una historia, un suspiro de un pasado que solo él recordaba. Y mientras hablaba, Bruma escuchaba, su presencia un bálsamo para las heridas del tiempo que él había creído incurables.

La mansión, un laberinto de sombras y recuerdos, se animaba con su interacción. Los trabajadores y ayudantes del gobernador notaron un cambio en el aire, una suavidad en el ambiente que había estado ausente por incontables años. Murmuraban entre ellos, especulando sobre la naturaleza de la relación entre su señor y la misteriosa mujer.

"¿Podría ser que el corazón de nuestro gobernador haya encontrado finalmente un compañero de su soledad?" se preguntaban, pero en voz tan baja que los muros, llenos de secretos, no pudieran oír.

BrumaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora