Capitulo 12: El Cuidado de las Heridas

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Las luces de la ciudad se difuminaban en un borrón mientras Edric, con Bruma en sus brazos, se deslizaba por las calles vacías, un espectro entre las sombras. La noche les envolvía, cómplice de su soledad y su prisa. El apartamento alquilado de Bruma estaba en un edificio antiguo, con un encanto desgastado que resonaba con la eternidad que el hombre llevaba a cuestas.

Al llegar, la puerta cedió sin esfuerzo ante la mano de Edric, como si también reconociera la urgencia de su misión. En la privacidad del hogar de Bruma, el vampiro finalmente posó a la joven sobre el sofá, su expresión era una mezcla de preocupación y concentración. Las luces del interior iluminaban la escena, revelando el daño que la agresión había causado: la ropa de Bruma estaba roída y rota, marcada por la violencia de aquellos que habían intentado dañarla.

Con manos que habían vivido siglos, procedió a quitarle la ropa dañada, pero su tacto era tan reverente y respetuoso como si manejara las páginas de un antiguo manuscrito. A pesar de que la visión de la sangre podía despertar el aspecto más oscuro de su ser, la presencia de Edric era la de un protector, no la de un predador. La sangre, aunque llamaba a su naturaleza vampírica, no tenía el poder de desviarle de su propósito.

Bruma, aunque debilitada, confiaba en él, y su confianza era el sello que mantenía a raya la sed del vampiro. La llevó al baño, donde el blanco de los azulejos contrastaba con la oscuridad que él representaba. El sonido del agua corriendo llenó el espacio, una promesa de limpieza y renovación.

Con la delicadeza de un artesano, Edric ajustó la temperatura del agua, asegurándose de que sería un consuelo para la piel magullada de Bruma. Cuidadosamente, la ayudó a entrar en la bañera, sosteniéndola en todo momento, su fuerza inmortal al servicio de su bienestar.

El vampiro tomó una esponja y comenzó a limpiar las heridas de Bruma con movimientos suaves y rítmicos. Cada roce era un susurro de disculpas por el dolor que ella había experimentado y una promesa de protección. Edric aplicaba jabón medicinal, sus acciones tan meticulosas como si estuviera realizando un antiguo ritual de curación.

La sangre que se diluía en el agua no desataba su hambre; en cambio, cada gota era un recordatorio de su voto de custodia sobre esta joven vida humana. Y así, mientras limpiaba y curaba cada herida, Edric sentía cómo su propio ser se purificaba, redimiéndose de los pecados de su pasado con cada acto de cuidado hacia Bruma.

Una vez que estuvo segura de que la piel de Bruma no albergaba más rastros del ataque, tomó vendajes y ungüentos, aplicándolos con la precisión de un médico. En ese momento, en la intimidad del baño iluminado por la luz suave, Edric no era un vampiro, sino un guardián, un curandero, un amigo.

Al terminar, envolvió a Bruma en una toalla cálida, sellando el calor en su piel y en su espíritu. La miró a los ojos y en ellos encontró agradecimiento y una confianza inquebrantable. En su protección, Bruma encontró un santuario, y en su cuidado, una fuente de fuerza.

El silencio del apartamento era un manto suave que parecía absorber los últimos vestigios del caos de la noche. Edric, con Bruma aún envuelta en la toalla cálida, la cargaba en sus brazos con una facilidad que contradecía su apariencia frágil y humana. Sus pasos eran suaves, casi imperceptibles, como si temiera perturbar el precario equilibrio de la paz que había logrado instaurar.

Al llegar a la habitación de Bruma, la tenue luz de la luna se colaba a través de las cortinas, depositando un suave resplandor plateado sobre la cama. Con cuidado, Edric apartó las sábanas con una mano mientras sostenía a Bruma con la otra, revelando las sábanas frescas y acogedoras que la esperaban.

Con un movimiento tan delicado como una caricia, Edric depositó a Bruma en la cama, meciéndola suavemente contra su pecho. La proximidad de su corazón inmortal, latiendo con un ritmo constante y seguro, era un bálsamo para el alma atormentada de la joven. El contraste entre el poder letal que él podía ejercer y la ternura con la que la trataba era un enigma que Bruma ya no intentaba resolver; en ese momento, solo le importaba el consuelo que su presencia le brindaba.

La habitación se mantenía cubierta por un manto de silencio, roto sólo por la voz de Edric, que ahora llevaba en su tono una severidad que no había mostrado antes. Bruma yacía en la cama, su mente en la frontera entre la vigilia y el sueño, sus ojos todavía húmedos por las lágrimas recientes.

"Bruma," comenzó, su voz resonando con una autoridad que no admitía réplica. "Necesitas entender la gravedad de tus acciones. Tu confianza mal puesta y tu falta de cautela te han traído hasta este punto."

Las palabras penetraron la niebla de la autocompasión de Bruma, afiladas como cuchillas. "Pero... yo sólo quería..." balbuceó ella, su voz temblorosa y débil.

"No," la interrumpió Edric con voz poderosa. "No hay excusa para la imprudencia. En este mundo, hay criaturas que buscan explotar la bondad y la ingenuidad. Tu 'sólo querer' podría haberte costado la vida."

Bruma se encogió bajo las palabras, sintiendo cada sílaba como un golpe a su ya magullado sentido de autoestima. "Lo siento," murmuró, las lágrimas comenzando a aflorar de nuevo.

EL vampiro suavizó ligeramente su tono al ver su angustia, pero no se desvió de su mensaje. "El arrepentimiento es un comienzo, pero no es el fin. Debes aprender de esto, Bruma. Debes ser más fuerte, más sabia... por tu bien."

Poco a poco, el cansancio del día y el miedo que había inundado cada fibra de su ser comenzaron a ceder ante el ritmo hipnótico del mecer de Edric. A medida que el vampiro la acunaba contra sí, el mundo de Bruma se redujo a la seguridad de sus brazos, la suavidad de su voz que murmuraba palabras de consuelo en una lengua antigua y olvidada, y la tranquilidad que emanaba de su ser.

Las tensiones se desvanecían de sus músculos, y sus párpados se tornaban cada vez más pesados. La batalla interna de Edric contra su propia naturaleza parecía haberse apaciguado en la presencia de la joven humana, y en su deseo de protegerla, encontraba una fuerza que lo alejaba de la oscuridad que lo acechaba.

El sueño se apoderó de Bruma, llevándola a un lugar donde los recuerdos de la violencia no podían alcanzarla. Su respiración se hizo profunda y pareja, un susurro de vida en la quietud de la habitación. Edric, sintiendo que su labor estaba cumplida, se permitió relajar la guardia que mantenía sobre su propia bestia interior.

Con delicadeza, ajustó las sábanas alrededor de Bruma, asegurándose de que el frío de la noche no perturbaría su descanso. Se sentó en la orilla de la cama, la figura oscura y enigmática ahora transformada en un vigilante silencioso. La habitación era un santuario, y él, su guardián incansable.

A lo largo de las horas que restaban hasta el amanecer, Edric permaneció inmóvil, observando el sueño de Bruma. A pesar de que su propia existencia no requería descanso, en ese acto de vigilancia encontraba un propósito que iba más allá de la sempiterna lucha por la supervivencia.

La noche se consumió en su vigilia, y mientras Bruma dormía, el vampiro reflexionaba sobre la redención y el amor, conceptos que habían vuelto a él en la forma más inesperada: una joven humana que había despertado su compasión y avivado una chispa de humanidad en su corazón inmortal.

BrumaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora