¿A QUIÉN HAY QUE AGRADECER?

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La noticia de que Nate formaría parte del programa "Médicos sin fronteras", tenía a Michael ensimismado. La noche anterior le había llamado con el afán de saber de él y de paso desahogarse, contándole lo sucedido con Lilly en el centro comercial.

El canadiense se sorprendió. Sin embargo, insistió en que más que nunca debía mantener el dedo en el renglón y aclarar tantas inconsistencias que no concordaban con la versión que poseía sobre los hechos.

Moore le concedió total crédito. Empero, ya se habían tachado de incoherentes uno al otro, entonces, ¿volver a buscarla no se lo estaría recalcando cuando le había prometido dejar de insistir?

Tendría que sopesarlo.

Considerar sus opciones.

Por su parte también lo felicitó por tamaña decisión de dejar el puesto que por tantos años, conservara en el centro médico al que ambos llegaron a pertenecer. No obstante, asimismo le cuestionó sobre a qué se debía la voltereta que daría su vida laboral porque, ni con toda su inteligencia alcanzaba a dilucidarlo.

"Quiero más que ejercer en un hospital de una gran metrópoli, Moore". Fue la respuesta.

Y a Mike no le extrañó tal cosa.

Nathaniel siempre dijo que cuando se abriera camino a nivel profesional y consiguiera un status que lo avalara, expandiría sus horizontes más allá del experto realizado, consumando sus deseos como ser humano de socorrer al prójimo.

Su espíritu altruista era quien se expresaba y tomando en cuenta que la remuneración descendería de un modo considerable, resultaba verdaderamente admirable y enorgullecedor ser el mejor amigo de alguien con un alma de ese calibre.

—Doctor Moore, el Señor Koplowitz está aquí —avisó Doris, espabilándolo.

—Hazlo pasar, por favor.

El Señor Koplowitz era uno de sus pacientes más allegados.

Simpatizaron inmediatamente después de que despertara de la anestesia, a una hora de salir del quirófano por cirugía de cadera. Con setenta y ocho años encima, aún conservaba energías para practicar tango y uno que otro paso doble.

— ¿Qué tal, Michael? —Saludó el hombre de cabellera blanca, con unos ojos grises relucientes y la más enorme de las sonrisas.

El interpelado rodeó el escritorio, acomodándose el estetoscopio y aproximándose a la entrada.

— ¿Qué tal, Augustus? ¿Cómo sigue? ¿Listo para el rock and roll? —Inquirió, apoyando en la tarea de hacerlo ingresar con la silla de ruedas —Gracias, Doris.

—Por nada, Doctor. Avíseme si me necesita —convino ella, cerrando el portillo al salir.

Un suspiro ensoñador lo hizo girarse rápidamente cuando le daba la espalda al visitante, yendo hacia su asiento.

— ¿Pasa algo? —quiso saber, intrigado.

— ¿Sabes si a esa muñeca todavía le gusta mover el bote? —resolvió, enfocando a su nuevo médico de cabecera y elevando reiterativamente las cejas, con comicidad.

Michael no recordaba cuándo había sido la última vez que se hubo reído tanto.

La picardía de aquel hombre y la alegría con la que enfrentaba su vejez, le produjo melancolía.

Ser viudo no era fácil. O al menos no lo fue para su padre, terminando sus días en soledad y con una amargura, que prefería no rememorar. En cambio Augustus Koplowitz...

— ¿Por qué no se lo pregunta usted mismo cuando le sane la caja de los meneos? Recuerde que fue una de tantas meneadas de bote lo que lo trajo urgentemente a traumatología.

SIN LÍMITES © (A La Venta En Físico Por AMAZON y Librería MOB en Línea)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora