Jack Sparrow era un pirata y, como tal, tenía claro que su corazón debía pertenecer al mar. Era, además, del tipo de personas que no solían medir las consecuencias de sus actos, por lo que no era extraño encontrarle en medio de situaciones complicad...
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LA NOCHE HABÍA CAÍDO Y TODO PARECÍA FUNCIONAR CORRECTAMENTE. El viento estaba en calma, el mar se mecía tranquilo y el único sonido perceptible era el de las olas. Los piratas habían arreglado un par de desperfectos que la Perla Negra había sufrido debido a su largo viaje y ahora esta se dirigía rumbo a Port Royal a dejar allí a los únicos tripulantes que no se hacían llamar piratas.
Jack se encontraba en su camarote pensando en la pereza que le daba ir hasta la sede británica. Sin embargo, no le quedaba otra, ya que Anastasia había partido con su barco mucho antes de que al capitán se le ocurriese la idea de pedirle que les llevara ella. Puede que él no tuviera ganas de acercarse a los mismos que le habían enjaulado —ignorando, por cierto, que había rescatado a Elizabeth de una muerte segura—, pero la rubia rechazaba completamente la idea de pisar tierra a menos que fuera una absoluta obligación.
La sirena, con el tiempo, había aprendido a tolerar a los humanos que habían optado por vivir navegando. No obstante, era innato en ella odiar a todos los demás.
El pirata se hartó de contemplar el océano a través del cristal de su ventana y se levantó del sillón para salir a cubierta. No le sorprendió en absoluto descubrir que la única persona que se hallaba fuera —a excepción del marinero encargado del timón— fuese Selina; la misma persona que había ocupado sus pensamientos durante las últimas horas.
Verla ahí le recordó a cuando iniciaron el viaje. En concreto, al momento en el que la encontró en el mismo sitio bajo la luz de las estrellas. En ese instante había creído que Selina era solo una chica más de la aristocracia; una niña presumida y caprichosa que había subido a un barco con dos desconocidos para llevarle la contraria a sus mayores. Ahora, sin embargo, sopesaba que sus decisiones podían haber estado condicionadas por algo más.
Ahora que conocía su historia —no sabía si todo lo que había descubierto era cierto, pero era innegable que había una parte real en todo aquello— le resultaba imposible no comparar a Selina con las demás féminas de su familia. Había heredado la valentía de Malia, la dulce y manipuladora belleza de Anastasia y la obsesión por el mar de Calypso. Y, por si fuera poco, también contaba con rasgos que la identificaban como sirena, como la mala reacción de su piel contra el sol o su nula tolerancia al alcohol. Aunque, tal y como había hablado con Anastasia, nadie podía asegurar que la castaña fuera una de esas criaturas. Puede que esos detalles se debieran simplemente a ser la hija de la diosa del mar.