Era un día lluvioso, como tantos otros en mi vida, plagada de tragedias. Desde mi ventana, observaba cómo mi hermano se entrenaba bajo el torrente implacable. Confinada en mi habitación, castigada por no ser la princesa que mis padres deseaban, me encontraba atrapada en un espacio que, aunque vasto, me resultaba sofocante. Me perdí en mis pensamientos y, cuando volví en mí, las horas habían volado sin piedad.
—¡Dioses! ¿Qué he de hacer para que me permitan ser yo misma? —murmuré, volviendo la mirada hacia la puerta, justo cuando mi hermano, empapado por la lluvia y el sudor, se acercaba con una expresión que no lograba descifrar.
—Deja esa cara larga, Rosetta. Mejor ven a entrenar conmigo —dijo Rhiannon con una sonrisa que apenas disimulaba su cansancio.
Lo miré, indignada. —¿Cara larga? Mírate a ti, pareces un alma en pena buscando su fin. Recuerda que no puedo salir de mi habitación; nuestros padres me tienen prisionera.
—Lo sé, lo sé... —suspiró Rhiannon, buscando una toalla en mi habitación para secarse—. Oye, lo siento. Se me olvidó por un momento. Eso quiere decir que te convertirás en la princesa Rapunzel —rió, mientras yo rodaba los ojos, lanzándole una mirada que habría hecho temblar a los mismos dioses.
—No me llames así. Podré ser prisionera de una primavera, pero nunca seré como esas princesas de cuentos —repliqué con firmeza. Finalmente, él se marchó, cerrando la puerta tras de sí.
—Odio estar aquí. Quiero salir —pensé en voz alta, fijando mis ojos en la puerta que se cerraba.
Mi castigo fue por aventurarme al reino vecino, un lugar indescriptiblemente grande, hogar de las fuerzas armadas más temidas de la nación. Anhelo unirme a los caballeros reales, pero mis padres siempre frustran mis escapadas. Siento que alguien me sigue constantemente, aunque eso no me detiene. Cada vez que lo intento, descubren mis planes, lo que enfurece especialmente a mi padre.
Esperé hasta el mediodía para intentar escapar y ver a mi hermano entrenar. Al llegar la hora, me acerqué a la puerta de mi habitación y caminé hacia las escaleras. El pasillo, adornado con retratos de mi familia, parecía interminable. Aunque el palacio era magnífico, siempre me hacía sentir atrapada. Quizás una intuición, o tal vez la guerra en curso, me hacía desear salir lo más rápido posible.
Cuando llegué al final del pasillo, me encontré con mi padre, quien se acercaba con una sonrisa burlona.
—Hija mía, ¿Cómo te encuentras, además de castigada? —preguntó, su tono cargado de una ironía que me irritaba.
—Padre, tus palabras carecen de gracia, especialmente cuando me tienen confinada como una prisionera —respondí, forzando una sonrisa triste.
—Cariño, sabes que...
—No, padre. Perdón, pero parece que nunca has querido mi felicidad. Todo lo que hago os enfurece —le dije, con el corazón lleno de ira y tristeza. Mi padre me abrazó, diciendo:
—Todo estará bien. Ve y come algo, distrae tu mente. Pero recuerda, tú te ganaste este castigo.
Lo obedecí y me despedí de él, aunque en mi interior deseaba confrontarlo sobre muchas cosas.
Pasé por la cocina, inmensa y bulliciosa, donde mi madre supervisaba a los sirvientes. No le dirigí la mirada. No tenía apetito ni deseos de hablar con ella. Aunque amo la defensa personal, algo mal visto para una dama, sé que mi madre considera que las mujeres solo deben procrear y servir a sus esposos. Yo, jamás me doblegaré ante esa mentalidad.
Odio esa mentalidad. Por eso, me escapo al reino vecino para entrenar. Aquí, cada vez que lo intento, mi madre monta en cólera y discute con mi padre por mi causa. Sé que enfurezco a mis padres, especialmente a mi padre, con mis escapadas. Pero estoy dispuesta a enfrentar su furia para seguir mi propio camino. A veces, desearía poder cambiar las cosas, aunque la envidia del rey Cecily ha separado nuestros reinos.
Mientras reflexionaba, vi a mi hermano a través de un gran ventanal en el salón principal. Me acerqué para hablarle.
—Así que ya te han liberado de tu prisión —dijo él antes de que yo pudiera articular palabra.
—Solo salí a tomar aire fresco, querido hermano. Dime, ¿ya terminó el entrenamiento?
Él me miró con desdén. —Odio entrenar, especialmente bajo la lluvia. Preferiría quedarme en casa leyendo, como solía hacerlo antes.
—Eres injusto —protesté—. Yo daría lo que fuera por entrenar como tú, por unirme a la caballería real. Tú no sufres la discriminación que yo enfrento.
—Cambiaría de lugar contigo por un día, si pudiera —respondió él, con un dejo de tristeza.
—Por cierto, vamos a una fiesta —me dijo de repente, sorprendiendo mis sentidos.
—¿Fiesta? —pregunté, mientras él me arrastraba hacia su habitación para cambiarme de atuendo.
—La fiesta del reino vecino —dijo él, sonriendo con picardía.
—¡¿Qué?! ¿Quieres que me vuelvan a encerrar? —grité, alarmada.
—Mira el lado positivo, estarás encerrada conmigo. No tendré que entrenar.
—¡Ni loca! —exclamé—. No quiero pasar el resto de mi vida encerrada por tu culpa.
—Vamos, será divertido. Además, si me encierran, al menos podré leer más —rió él, con su cara de niño travieso.
Lo último que recuerdo es que, alrededor de las 11:00 p.m., salimos del palacio bajo el manto de la noche.
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Los Dos Reinos ©
FantasyEn un escenario donde se combine la edad media/ mitología griega, con una chica rebelde, se podrían esperar diversas reacciones y situaciones complicadas. Para esa época, las normas sociales y las expectativas de comportamiento eran más estrictas y...