Capítulo VII/Parte II

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Michael 

Michael recuerda su primer encuentro con Rosetta.


Era un día atareado en el reino de Canterlot, y el calor de la competición se sentía en cada rincón. Los estandartes ondeaban, las trompetas sonaban, y las multitudes se agolpaban para presenciar el gran torneo de lucha. Aquel torneo no solo decidiría quién era el mejor guerrero entre los reinos, sino que también otorgaría un título que marcaba al vencedor como el más fuerte de todos. Y, por supuesto, yo, Michael, estaba más que listo para reclamar ese título.

Había pasado la mañana afinando mi espada, sintiendo el peso de la responsabilidad sobre mis hombros. Mi padre, el rey Cecily, había dejado muy claro que no podía defraudarlo.

—Debes ser el mejor, Michael —me había dicho con su habitual tono severo—. No puedes permitirme esa vergüenza. Eres mi hijo mayor, el más guapo, el que todas las doncellas de Canterlot desean. Debes ser el más fuerte.

Asentí, aunque sentía el peso de sus palabras como una carga en mi espalda. A mi lado, mi hermano gemelo, Sam, se cruzó de brazos y sonrió con malicia.

—Espero que logres cumplir con las expectativas, hermano —dijo, con ese tono tan venenoso que usaba siempre—. Sería una pena que defraudaras a la familia.

Lo ignoré. Sam siempre había sido así: envidioso, siempre queriendo demostrar que él, a pesar de ser el gemelo menor, podía ser mejor que yo en todo. Pero yo estaba decidido a ganar aquel torneo, a demostrar que, a mis quince, era más fuerte que todos los príncipes de las demás naciones.

Las primeras rondas del torneo transcurrieron con rapidez. Derroté a mis oponentes uno tras otro, algunos con mayor dificultad que otros. Cada golpe, cada bloqueo, cada movimiento de espada me hacía sentir más cerca de la victoria. Al final, solo quedaba un último luchador. Llegó de improviso, cubierto con una capucha negra y un pasamontañas que ocultaba su rostro. Una figura misteriosa con una espada hermosa, de hoja plateada y empuñadura adornada con esmeraldas.

Desde el primer choque de espadas, supe que este oponente era diferente. Sus movimientos eran gráciles, como un baile. Cada paso, cada giro, cada estocada parecía una coreografía que yo no podía seguir. Sentí el sudor en mi frente, el peso de la espada en mi mano aumentando con cada segundo.

Finalmente, agotado, caí derrotado. No había nada más que pudiera hacer. Mis fuerzas se habían agotado y mi orgullo, herido. Me dirigí a un rincón de la arena para beber agua, intentando calmar el fuego en mi pecho. Entonces lo vi... o, mejor dicho, la vi.

El luchador se encontraba apartado, recuperando el aliento, pero su rostro ya no estaba cubierto. Bajo la capucha, apareció una joven con cabello castaño claro, ondulado, que caía en cascadas sobre sus hombros. Sus ojos eran azules como el diamante, y su piel, de una suavidad y delicadeza que me dejó sin aliento. Me quedé observándola, paralizado, hasta que ella se dio cuenta de mi mirada. Rápidamente, se cubrió de nuevo y se acercó a mí con pasos firmes.

—No digas nada —me amenazó, su voz baja y autoritaria—. Si lo haces, habrá consecuencias.

Me quedé sin palabras, impactado por su audacia. A pesar de su tono desafiante, había algo en su mirada que me intrigaba.

—¿Por qué ocultas quién eres? —logré decir, a pesar de la sorpresa.

—Porque en todas las naciones de Canterlot, no está bien visto que una mujer participe en estas cosas. Pero a mí siempre me han gustado —respondió con un destello de orgullo en sus ojos—. Desde pequeña he amado la lucha.

Me quedé callado un momento, tratando de entenderla.

—No deberías tener miedo. No diré nada —aseguré—, pero debo admitir que has herido mi orgullo... y el de mi nación, al vencerme de esa forma.

Ella soltó una ligera risa, aunque no perdió su postura desafiante.

—No te preocupes —replicó—. Solo vine por diversión. Ya me iba a ir, de todas formas. Sabía que ganaría, pero tenía que irme antes de tiempo.

Algo en mí no quiso dejarla marchar tan rápido. Antes de que pudiera pensar, extendí mi mano y la tomé por la muñeca. Su piel era suave, cálida. Ella me miró sorprendida.

—¿Cuál es tu nombre? —pregunté, mi voz cargada de curiosidad y emoción contenida.

Con un gesto firme, se quitó la capucha por completo. Su rostro quedó al descubierto, una expresión altanera y decidida se dibujaba en sus rasgos perfectos.

Rosetta Cantemar, del reino Azmar —dijo con una media sonrisa—. Y no debería estar aquí. Si tu padre lo descubre, podría enviarme a matar.

Sentí que el suelo se desvanecía bajo mis pies. Rosetta Cantemar... la princesa del reino vecino. La hija del mayor rival de mi padre, Cecily. Me quedé boquiabierto, sin saber qué decir.

Ella, al ver mi reacción, soltó una carcajada ligera y añadió con tono burlón:

—Recuerda esto, Michael Anarnoth. Yo siempre voy a ganar.

Luego, con un movimiento rápido, se apartó de mí y se marchó, dejándome con su risa resonando en mis oídos y una extraña mezcla de admiración y desconcierto en mi pecho.

Cuando me entregaron la insignia que proclamaba que yo era el más fuerte de todos los presentes, solo pude pensar en ella. En Rosetta. En cómo, a pesar de llevarme la gloria, sabía que el verdadero honor le pertenecía a ella, la chica que no podía recibirlo simplemente por ser mujer.

De regreso al palacio, mi padre Cecily me esperaba con una expresión de disgusto en su rostro.

—Por poco no ganas la insignia —gruñó mientras me abofeteaba con la palma de su mano—. ¡Eres un inútil!

Me dolía más su desprecio que el golpe. Mi madre, de pie junto a él, no disimulaba su decepción. Mi hermano Sam, con su sonrisa maliciosa, no perdió la oportunidad de añadir veneno.

—Siempre seré el mejor, Michael, aunque sea el menor. Tú siempre serás un perdedor.

Las palabras de mi familia eran como dagas que se clavaban en mi corazón. Me fui de ahí rápidamente, con lágrimas llenando mis ojos, hasta mi habitación. Allí, en la soledad de mi cuarto, dejé que las lágrimas fluyeran sin control.

"Esto cambiará algún día", me dije a mí mismo, con el puño apretado contra mi pecho. "Cuando sea mayor, demostraré que soy más fuerte que todos ellos."

Y así, con la promesa de un futuro diferente, cerré mis ojos, jurando que nunca más dejaría que alguien me viera débil.

Los Dos Reinos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora