Capítulo XIV

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Michael

El día después de encontrar el Corazón de la Flor Eterna. 


—Eres un estúpido, insensato y desconsiderado. Te he dado todo lo que has querido, y así me pagas—. Las palabras de mi padre resonaban como truenos mientras el carruaje nos llevaba de regreso al reino.

—Pero debo darte las gracias, porque sin tu ayuda no habría llegado hasta aquí—. Me sorprendí al escuchar esas palabras, y lo miré con desprecio.

—¿A qué te refieres?— pregunté, con una voz cargada de enojo.

—Oh, ya lo sabes, hermano. Fue fácil seguir tu rastro. No eres precisamente discreto. Avisé a padre que habías escapado, aunque no sabía para qué, hasta que te vi hablar con ella. Escuché toda vuestra conversación, y debo admitir que fue conmovedora... Qué lástima, qué lástima que no seas como nosotros.

—Ser como ustedes... La verdad es que tienen el pensamiento más erróneo que jamás ha existido—. Sam me miró amenazante.

—Nosotros tenemos un pensamiento oportunista, lleno de futuro, riquezas, el dominio de una nación entera, sin rivales y con incontables súbditos. Tu pensamiento, en cambio, es tan pequeño que se reduce a una persona y a un sentimiento estúpido.

Mi padre me observaba, decepcionado, pero tenía en sus manos el collar, símbolo de su triunfo en la maldad y la corrupción. Cuando llegamos al reino, mi madre nos recibió con una sonrisa de satisfacción al ver el collar en su poder, cómplice, como todos ellos, de la oscuridad que corroía nuestra familia. Yo, en cambio, no dejaba de pensar en Rosetta, en cómo estaría enfrentando su destino. Tal vez, para mí, conocerla fue una bendición, pero para ella, conocerme fue una maldición.

Desde el día en que la conocí, le he traído tragedia y problemas que ahora también son míos y que debo resolver, no solo por el bien de su reino, sino por el bien de una nación entera. Antes de entrar al palacio, mi madre me detuvo, apretándome con fuerza el brazo.

—¿Por qué no ayudaste a tu padre?— preguntó, sus ojos destilando frialdad.

Me volví hacia ella, mirándola con odio.

—¿Por qué habría de ayudar a alguien a hacer el mal?— respondí.

Ella soltó una carcajada despectiva.

—¿De verdad crees que me casé con tu padre por amor? Lo hice por dinero, por fama, por mí misma. No quería hijos, no deseaba arruinar mi cuerpo, pero te di a luz a ti y a tu hermano. Sin embargo, parece que el único que se parece a nosotros es Sam. Tú, en cambio, siempre has sido un caprichoso, haciendo lo que te da la gana. Ahora, te has encaprichado con esa niñita y te has enamorado de ella.

—¡Tú no sabes lo que siento, y nunca lo sabrás!— grité, lleno de furia—. Porque tu mente es tan cerrada que nunca te ha importado ver lo que los demás sienten. Siempre has sido egoísta, viviendo en tu mundo lleno de miseria. Para mí, esto nunca ha sido una familia. Así que adelante, hagan lo que quieran.

Con esas palabras me alejé, y sentí cómo mi madre soltaba mi brazo con un empujón. Caminé hasta mi habitación, pateando el suelo con frustración. El bullicio en el palacio era un eco del triunfo oscuro que ellos celebraban, un éxito al haber encontrado el Corazón de la Flor Eterna, ese collar que ahora adornaba el cuello de mi madre. Un collar capaz de controlar a los seres mitológicos más poderosos de estas tierras, un poder capaz de destruir reinos enteros.

Ellos se felicitaban en la gran sala del palacio, mientras yo permanecía en mi habitación, agotado, mirando al techo, preguntándome qué debía hacer para no ser igual que ellos. Desde ese momento, supe que todo saldría mal, pero ¿Qué opción tenía?

Los Dos Reinos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora