Capítulo III

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Lo observé detenidamente, repitiendo en mi mente la interacción que acababa de ocurrir, hasta que algo hizo clic en mi mente. Me di cuenta, con un nudo formándose en mi estómago, de que no era Michael con quien estaba hablando.

—Tú no eres Michael, ¿verdad? —pregunté, con cierto desconcierto, mis ojos fijos en los suyos, tratando de comprender.

El príncipe suspiró, divertido, y una sonrisa traviesa se dibujó en su rostro.

— ¿Crees que soy tan feo? Eso me ofende profundamente —replicó, riendo justo cuando su hermano gemelo se acercaba.

Michael, el verdadero, se unió a nosotros, lanzando una mirada sorprendida hacia mí, pero antes de que pudiera decir algo, su hermano se burló:

—Más feo yo que tú, quisieras.

Ambos estallaron en carcajadas simultáneamente, y en ese momento me percaté de la complicidad que compartían. Sus risas resonaban en el aire como un eco lejano, una melodía infantil que contrastaba con la solemnidad de la fiesta.

— ¿Y quién es esta señorita tan elegante? —preguntó Michael, extendiendo su mano hacia mí con una cortesía que me desconcertó.

Nerviosa, dudé si debía colocar mi mano sobre la suya, pero el otro príncipe respondió en mi lugar.

—Esta chica podrá ser muy linda, pero es una igualada. La verdad es que no es merecedora de su belleza. Guarda tu mano, Michael —dijo con desdén, haciendo que mis mejillas ardieran de indignación.

— ¡Oigame! Aquí quien está faltando el respeto es usted. ¿Cómo osa llamarme igualada? A pesar de ser rechazado, sigue aquí, persistente —respondí, intentando mantener mi compostura aunque el enojo se filtraba en mi voz.

—¡Ja! Imagino que debes ser una pueblerina, porque claramente no conoces tu lugar —replicó Sam, acercándose peligrosamente, sus ojos fijos en los míos con una mezcla de desafío y burla.

El impulso de golpearlo creció dentro de mí, pero me contuve, sabiendo que las consecuencias serían desastrosas. Justo cuando estaba al borde de perder el control, Michael intervino, su voz calmada pero firme.

—A mí me parece, Sam, que has sido muy descortés con la señorita. Deberías disculparte con ella —dijo Michael, mirándolo con una severidad que pocas veces se ve entre hermanos.

Sam frunció el ceño, claramente luchando contra su orgullo. No era alguien que admitiera sus errores con facilidad. Por el contrario, se volvió hacia mí con una expresión desafiante.

—Eres un estúpido, ¿por qué debería pedir perdón? Yo fui quien le salvó de caerse —replicó Sam, su tono lleno de resentimiento, tensando aún más la situación.

Michael suspiró, claramente apenado por la escena que se estaba desarrollando. Pero en medio del conflicto, mis pensamientos se desviaron hacia él. Su presencia me inquietaba, pero también me atraía de una manera que no podía explicar. Era realmente apuesto, pero no quería admitirlo tan fácilmente.

—No, no deberías disculparte, lo debería hacer tu hermano, pero carece de esas cualidades. No se preocupen, príncipes —dije, intentando sofocar mis emociones y restaurar la calma, aunque mi mirada seguía atrapada en la de Michael.

Él me devolvía la mirada con una intensidad que me hacía sentir como si pudiera ver a través de mí, descifrando mis pensamientos más ocultos. Sus ojos brillaban bajo la luz de la luna, como dos esmeraldas resplandecientes. El mundo a nuestro alrededor pareció desvanecerse cuando Sam, notando la conexión entre nosotros, rodó los ojos y se alejó en busca de otra compañía, dejándonos en un instante de soledad compartida.

¿Cuál es tu nombre? —preguntó Michael, su voz suave, como un susurro que acariciaba mis sentidos.

La pregunta me congeló. Quería responder, pero sabía que no debía hacerlo. Era como si una barrera invisible se interpusiera entre nosotros. Él tomó mi mano, sus ojos brillando con una felicidad genuina que me hizo estremecer.

—No puedo decírtelo —susurré, soltando su mano con suavidad pero con firmeza.

Su rostro se oscureció con una decepción que me dolió más de lo que esperaba. La tristeza de no poder compartir ni siquiera mi nombre con él se mezclaba con el peso de nuestras circunstancias. La luz de la luna caía sobre nosotros, envolviéndonos en un resplandor mágico, hasta que un estruendo rompió la quietud del momento.

Me giré rápidamente, viendo a Rhiannon correr hacia mí, su máscara en la mano, su traje desordenado, y una expresión de pánico en su rostro que me heló la sangre. Su desesperación era palpable, y con un grito que resonó en todo el patio, me tomó del brazo.

¡CORRE, ROSETTA! —su voz estaba llena de miedo.

Mi máscara cayó al suelo, dejando al descubierto mi rostro, y en ese instante, sentí como si el mundo se detuviera. Todos en la fiesta se quedaron en silencio, observándonos con ojos llenos de shock y curiosidad. Los príncipes, paralizados por la revelación, me miraron con asombro. Mi cabeza daba vueltas, el aturdimiento era total.

Rhiannon tiró de mí con fuerza, y supe que no había tiempo para dudas. Me giré un poco, y vi a dos hombres grandes que comenzaban a perseguirnos. Un terror desconocido se apoderó de mí mientras corríamos por nuestras vidas.

¿Quiénes eran ellos? 

¿Y por qué nos acechaban?


Los Dos Reinos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora