Capítulo XIII

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Rhiannon

Día que recibió la carta.

Terminé de leer aquella carta que mi hermana me había enviado. Desbordado por la histeria, la lancé con desdén y me desplomé en mi cama, abrumado por la multitud de pensamientos que me invadían. Deseaba fervientemente encontrar una manera de ayudarla, pero me sentía completamente inútil. Ella, con un esfuerzo sobrehumano, estaba haciendo todo lo posible por proteger nuestro reino, que también era el mío. En cambio, yo no sabía qué hacer; mis problemas amorosos, mis crisis emocionales, y ahora, los problemas de mi hermana. Aunque me sentía inmensamente orgulloso de ella, también me cuestionaba si alguna vez podría estar orgulloso de mí mismo. Tal vez tenía un problema de identidad. No sabía quién era o qué deseaba con claridad; mis intereses cambiaban tan rápidamente que me resultaba difícil mantenerme firme en algo.

En mi tormento, arrugué la carta sin darme cuenta de cuánto tiempo había pasado. Horas después, aún no había tomado ninguna acción; estaba perdido en mis pensamientos cuando se oyó un golpe en la puerta de mi habitación.

—Cariño, soy mamá. Voy a entrar —anunció mi madre, quien entró en la habitación y vio el caos que había en mi entorno. Como buena madre, comenzó a recoger el desorden y se acercó a mí. Observó mi rostro preocupado y se sentó en el borde de mi cama. Me miró con ternura y me dijo las palabras más sinceras que una madre puede ofrecer, esas palabras que alientan a seguir adelante:

—Estoy orgullosa de ti, quiero que lo sepas muy bien. Pero esto ya no se trata solo de ti o de tu hermana; se trata de una nación entera. Sé que tu hermana está haciendo todo lo posible, pero tú también debes ayudarla. Cuando me dieron la noticia de que iba a tener mellizos, me alegré tanto que ni siquiera me importaron los comentarios de los reinos vecinos sobre ustedes. Al final, crecieron y se hicieron grandes, y el tiempo pasó tan rápido —mamá me miraba fijamente y acarició mi cabello rizado. Ella tenía el mismo cabello castaño y largo que yo, y le encantaba llevar vestidos bonitos y elegantes—. Pase lo que pase, confío en ustedes. Su padre confía en ustedes, el pueblo de Azmar confía plenamente en ustedes, mis príncipes.

No pude articular palabra alguna; sólo me balanceé hacia ella, abrazándola y llorando como un niño pequeño. A veces, me comportaba como uno, pero en ese momento, en ese preciso instante, sentí que me convertía en un adulto.

Pasó una semana desde que envié mi carta solicitando una visita al reino de Etérea. Ellos respondieron, mostrando disposición para hablar conmigo. Antes de salir en mi carruaje, mi padre me dio un consejo:

—Hijo mío, que los dioses te acompañen en cada una de tus misiones. Sé que podrás lograr todo lo que te propongas. Debo admitir que al principio estaba enojado y furioso con tu hermana, pero ella es una mujer fuerte, y diga lo que diga la sociedad, ella cambiará eso. Y tú debes ayudarla; también tienes que cambiar la sociedad.

Papá me abrazó y me subí al carruaje para ir al reino de Etérea. En el camino, observé un carruaje desconocido varado. Decidí bajarme para ofrecer mi ayuda. Allí, encontré a una joven de belleza singular: su cabello negro como la noche y sus ojos verdes como las plantas vivas. Ella no vestía un vestido, sino un uniforme: botas altas negras, chaleco negro y pantalones negros.

—Buenas tardes, señorita. ¿Qué ha sucedido aquí? —pregunté amablemente.

Ella, visiblemente frustrada, pateaba su carruaje. Se volvió hacia mí con expresión de enojo y respondió:

—Hola, caballero. Espero que esté bien, porque mi fortuna no lo es. Como puede ver, mi carruaje se ha desplomado.

—¿Se ha desplomado? —repetí, sorprendido.

Los Dos Reinos ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora