La sirena del barco.

32 1 0
                                    

El océano es una hoja en blanco y mi barco, la pluma que traza las historias en su viaje. Hoy las olas están revueltas y la luna no se refleja en su superficie, aunque su inquietud no perturba el avance firme de mi embarcación. Llegaremos a Micenas antes de la hora programada. La idea hace asomarse una sonrisa de satisfacción a mi rostro barbudo. Mis clientes confían en mí porque saben que ofrezco el mejor servicio, y nuevamente voy a darles motivos para ello.

Paso la mirada por el puente. Sólo unos pocos pasajeros se atreven a contemplar el magnífico espectáculo. La señorita de cabellos castaños está ahí, como cada noche, y también el joven abogado, aunque dudo de si es por la visión del Tempestad negándose a ser doblegada por el oleaje, o porque esta vez sí que ha reunido valor suficiente como para hablarle a la chica. El resto está en sus camarotes, supongo que intentando sobreponerse al bamboleo continuo del barco para conseguir conciliar un poco el sueño.

Como un reflejo de la tormenta que se avecina, mis pensamientos se pierden en la vorágine de sueños que me asaltan siempre que estoy frente al mar. Aunque intento evitarlo, mis ojos intentan traspasar el manto de olas que rasga la proa. Tratando de encontrar algún atisbo de movimiento que delate la presencia de una de las ciudades sumergidas. Que me dé esperanzas de que me aceptan de nuevo.

—Un mar demasiado inquieto para una noche con tantas estrellas, ¿no le parece, capitán?

Esa voz aterciopelada me sacude mi ensimismamiento. Cuando me giro para verla, me pregunto cómo su perfume a jazmín no ha delatado su presencia. Como yo, está acodada en la precaria barandilla y no parece tener miedo a que un golpe de viento la vaya a derribar.

—Estas aguas siempre están revueltas, no importa qué despejado esté el cielo, señorita... —tanteo mientras me ajusto la gorra.

—Helen. Puede llamarme Helen.

Su apretón de manos es firme y los finos guantes no ocultan la frialdad de su piel. Miro por encima de su hombro y compruebo que el abogado ha abandonado la cubierta, confirmando una de las opciones que barajaba. Los dedos de ella permanecen sobre los míos una fracción de segundo más de lo necesario, antes de ocultarse entre los pliegues de su manga cuando la chica vuelve a acodarse. No me mira mientras me habla, y yo aprovecho para estudiarla con discreción.

—Parece que hay pocos que se decidan a aventurarse a la intemperie —continúa, leyéndome el pensamiento—, y yo lo agradezco, ¿sabe, capitán? Agradezco que me permitan disfrutar del duelo continuo entre máquina y naturaleza. Es casi como si estuviera contemplando un espectáculo exclusivo, ¿verdad? Una exhibición privada. Si no fuera por usted —Y, al decir eso, sí que se vuelve hacia mí para clavarme sus grandes ojos azules.

—Llámeme Alan —me limito a contestar.

—Y, sin embargo, a veces las tormentas son espectáculos de dos, ¿no? También había tempestad cuando Poseidón iba a consumar su pasión por Anfitrite.

—Había tempestad porque Poseidón iba a violar a la nereida —gruño para mis adentros, pero con voz lo suficientemente audible como para que ella lo oiga.

—¿Y acaso no acabó entregándose a él, una vez fue vencida su resistencia inicial? Aunque otras versiones hablan de que fue ella la que forzó al dios de los océanos. Y que la mar embravece siempre que Poseidón, o quien sea que personifique la autoridad sobre los mares, recuerda el agravio.

Me giro para observarla de frente, ya sin disimulo. La sombra de una sonrisa se extiende por su pálido rostro, medio oculto por los mechones de pelo que tienden a cubrir su lado izquierdo. Como si encerrara promesas de secretos y me estuviera invitando a desentrañarlos.

—Parece estar familiarizada con las leyendas marinas.

Ella se encoge de hombros sin perder la sonrisa y da otro paso hacia mí.

Desnudez desgarrada: historias Eroguro de lo macabroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora