Una historia de fantasmas.

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¡Desparece a lavandeira

Como fumeira espalhada!

Onde as roupas estendera,

Poça de sangue deixara!

Era umha noite de lua,

Era umha noite crara...


¿Creéis en fantasmas? Yo sí. Para mí son tan perceptibles como la vela que les permite ver a mis ojos cansados, aunque no puedo culpar a quien mantenga un total escepticismo sobre su existencia. Ni siquiera a quien, aun habiéndose internado momentáneamente en el otro mundo, haya preferido desterrar los recuerdos de la experiencia a una pesadilla o una ensoñación. Pues, ¿cómo criticar el consuelo de la esperanza en el descanso de la muerte?

Han sido muchas y muy variadas las relaciones que he tenido con estos seres, pero ninguna me ha marcado como la primera. He visto fantasmas de todas las formas, colores y sabores, fantasmas pequeñitos de fisionomía vagamente humana y fantasmas gigantes cuya sola presencia hacía castañear los dientes, fantasmas clásicos de sábana y cadenas y fantasmas que sólo se manifestaban en la pantalla del móvil, fantasmas policromáticos, fantasmas con varias extremidades, fantasmas con miembros o cabeza amputados, fantasmas que no sabían que eran fantasmas, fantasmas que buscaban venganza por una afrenta a ellos o a personas a las que no habían conocido, fantasmas que parecían sacados de mis peores pesadillas, fantasmas que me habían acompañado hasta dormirme en las solitarias noches de estío, fantasmas revolucionarios que buscaban un cambio de orden de nuestro mundo y el suyo, fantasmas nostálgicos de los lugares que habían frecuentado de vivos, fantasmas que no podía ver pero sí oler, fantasmas a los que sólo percibía por el rastro de serrín que dejaban al abandonar mi compañía. Y fantasmas de belleza desgraciada y trágica historia.

Normalmente, los mundos de los vivos y de los muertos se mantienen separados, cada uno en su camino. Sin embargo, hay lugares que entrelazan ambos, que no se deciden si pertenecer a un mundo o a otro y donde cada rincón contiene una encrucijada. Por suerte o por desgracia, en mi pueblo resultó encontrarse uno de esos puentes entre realidades.

Era un camino que evitábamos, pero se me había hecho tarde. Los mayores del lugar se dedicaban a asustar a los niños, contándoles cómo las meigas acudían a sus cerros en las noches cuando el Sabbath coincidía con la luna llena y cantaban y bailaban invocando los demonios que servían. Nana afirmaba con rotundidad que habían elegido ese paraje puesto que en los alrededores se podía encontrar una de las sesenta y seis puertas al infierno. Y Milano solía decir que una vez las había espiado y que, desde entonces, por la luna llena, notaba una presencia en su casa. Nunca se había atrevido a abandonar su cuarto para investigar la causa de los chirridos y crujidos que se extendían poco a poco por las otras habitaciones, pero a la mañana siguiente siempre se encontraba todas sus cucharillas por el suelo.

—¿Qué interés puede tener el diablo en tus cucharillas, Milano? —le preguntaba su cuadrilla entre risas y tragos de aguardiente.

—Porque las cuenta. El diablo tiene aficiones peculiares.

Y sus amigos reían e insistían en que el interés de Milano por la bebida era la causa, y no la consecuencia, de esas visitas. No obstante, no rieron más el día que encontraron su cadáver, encerrado en el armario y apretando un trapo contra la boca. Los dientes mordían el guiñapo con tanta fuerza que sólo rompiéndole la mandíbula pudieron extraerlo.

Era verdad que cada año desaparecían uno o dos niños en las traicioneras ciénagas, aunque los mayores no solían sufrir percances, acostumbrados a escoger el camino del puente viejo que llamaban de los franceses, más largo pero seguro. Quizás algún año desaparecía un pastor que se internaba tras una oveja descarriada. Y los rumores decían que en realidad había sido el marido de la Marica quien la había ahogado, luego de haber descubierto su infidelidad con un buhonero medio cojo que visitaba el pueblo por fiestas. Aun así, aquellos que habían recorrido el páramo de noche hablaban de los crujidos que se escuchaban entre los árboles, como si los troncos pelados se rieran, de las extrañas luces que parecían salir entre las ramas o del zumbido constante en los oídos.

Desnudez desgarrada: historias Eroguro de lo macabroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora