En las cenizas del placer.

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El crujido la sacó de los sueños agitados en los que se había sumergido. La mujer abrió los ojos y permaneció unos instantes en la cama, abrazada a los recuerdos de lo que había sido su vida. La aurora todavía no había rasgado el velo nocturno y la habitación todavía descansaba envuelta en su manto de silencio. Ella no estaba atenta por si aquel ruido ajeno a los rincones de la mansión se hubiera producido sólo en el mundo onírico. No necesitó consultar el Oráculo para saber qué reptaba por las escaleras.

"Las sombras se entregaron a mí, y ahora debo entregarme a ellas".

Esa línea se había clavado en su mente desde hacía unos días, y por fin parecía haber llegado el momento. Se levantó del lecho, tomó una sencilla bata de satén negro y salió de su habitación, con un candil que apenas podía ahuyentar la oscuridad alrededor.

Descalza, el suelo emanaba un frío que la alfombra de lana no lograba contener. Recorrió el angosto pasillo hasta llegar a las escaleras descendientes y con cada paso se despedía en silencio de aquellos rincones que había habitado durante décadas, quizás siglos, si el turbio océano en el que se había convertido su memoria le permitiera un instante de pausa para detenerse a pensar.

"Las sombras se entregaron a mí, y ahora debo entregarme a ellas", y más abajo los peldaños de piedra parecían desvanecerse del mundo. Más abajo, las tinieblas que engullían su visión ondulaban y vibraban en el aire, y una palabra resonaba desde todas y ninguna parte.

ℰ𝓁𝓈𝒶

Había amado las sombras y se había dejado amar por ella, y era la hora de retornar. "Y ahora debo entregarme a ellas".

ℰ𝓁𝓈𝒶

- Te oigo, amor.

No se había preparado para afrontar aquel momento, así que se condujo como creía que se esperaría de ella. Dejó el candil ya apago en el suelo y se desabrochó el cinto que mantenía cerrada su ropa. La tela susurró promesas de gozo cuando se deslizó por su piel y quedó completamente desnuda ante la sombra. La piel se encrespó por el miedo a lo que iba a suceder, los pezones se irguieron como respuesta al frío y se erizó su vello púbico en anticipación al placer. Elsa abrió las manos dejando que las formas sensuales de su cuerpo juvenil quedaran expuestas sin pudor. "Me entrego a ti", susurró.

Un latigazo lacerante le recorrió los brazos y las piernas cuando cuatro zarcillos que no eran de este mundo estiraron sus miembros. Su cuerpo formaba una X, expuesto y palpitante y, libres de la contención de sus muslos, sus fluidos se deslizaron hacia el suelo. Su lubricación aumentó cuando otras sombras se añadieron para rodear los pechos, la cintura y las caderas. Cada contacto ardía, y cada contacto mandaba señales de placer a todas las zonas erógenas de su cuerpo.

ℰ𝓁𝓈𝒶, 𝓃ℴ 𝒽𝒶𝓎 𝓅𝓁𝒶𝒸ℯ𝓇 𝓈𝒾𝓃 𝒹ℴ𝓁ℴ𝓇.

- Lo entiendo. Lo acepto. Hazlo despacio.

La oscuridad la penetró suavemente por la vagina y exploró con la delicadeza de un amante solícito los rincones de su excitación. Elsa abrió la boca en éxtasis, y un tentáculo aceitoso aprovechó para introducirse hacia la garganta. La hechicera succionó con deleite, ahogándose en la sensación de vacío y el sabor de humo que se extendía despacio por su tráquea y su cabeza hasta estimular sus fosas nasales. Regueros calientes descendían desde sus muñecas y sus tobillos, allí donde estaba prendida, y su vientre comenzó a abrirse por el agarre cortante. Entre la cortina de lágrimas distinguió una forma impenetrable, perfecta, tinieblas que, de tan densas, brillaban. Nunca la había visto tan claramente, la propia belleza del espíritu del mundo, anciana y sabia, de fragancia de ceniza y tierra mojada.

𝒜́𝒷𝓇ℯ𝓉ℯ 𝒶 𝓂𝒾́.

No sabía si lloraba por placer, por dolor o por saber que su larga existencia terminaría. El olor dulzón de la sangre se superpuso a los aromas primarios. En un último instante de lucidez sintió cómo las tripas se le derramaban sobre la alfombra y la oscuridad la rellenaba a través del vientre abierto. Ella sólo tenía ojos para las sombras, aunque la sangre hacía rato que la había cegado.

𝒟ℯ́𝒿𝒶𝓉ℯ 𝓁𝓁ℯ𝓋𝒶𝓇.

Así lo hizo

A la mañana siguiente, la mansión estaba vacía. Salpicaduras cenicientas se esparcían por la esquina del penúltimo tramo de las escaleras del Ala Norte y, en el centro, una mancha clara, íntima, dejaba testigo de la última pasión que habían conocido aquellas paredes.

Desnudez desgarrada: historias Eroguro de lo macabroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora