Libertad.

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Era un lugar donde ella podía encontrar un poco de paz. Nadie parecía interesarse por las formaciones caprichosas que el tiempo y los sedimentos del agua habían moldeado a lo largo de los siglos, pero la roca emitía una luminosidad distinta de cualquier otra luz en el mundo y las gruesas paredes apagaban los gritos exaltados con los que la turba afuera clamaba justa retribución. Allí, Ilianya podía soñar que se encontraba en otro mundo, lejos de guerras u odios sin sentido. Dentro de la caverna, mientras entre las piedras se lamía las heridas de la última batalla, se permitía fingir que no tenía la responsabilidad de enviar innumerables vidas a la muerte.

Apenas escuchó el rumor de pasos que se acercaban por detrás, pero la voz que le habló sí que era perfectamente clara. Tintineaba como cascabeles.

—Es la hora.

Ilianya evitó levantar la cabeza para no mirar a Hesediel a los ojos. El ángel —o hada, según a quién se preguntara— se acercó a ella y se sentó en el espacio libre a su lado. La humana pudo sentir en su cuerpo el frío que emitía el otro y que siempre conseguía transmitirle una calma como pocas veces lograba experimentar. Odiaba cuando le hacía sentirse así en esos momentos.

Las dos guardaron silencio durante un rato, hasta que Hesediel se decidió a continuar.

—Es la hora. Tu ejército aguarda. Todo lo que has iniciado confluye a este momento. Es tu destino, y el de todos nosotros.

—¿Y quiénes somos para decidir que ese es su destino? Yo he podido elegir. Tú has podido elegir. ¿Han podido elegir ellos?

—Antes no podían elegir. —Hesediel tanteó de posar sus dedos en el codo ensangrentado de Ilianya. Ésta se estremeció con el contacto, pero no apartó el brazo—. Necesitaban que tú les mostraras el camino.

—Dirás mejor que necesitaban que les diera una razón para morir —escupió Ilianya—. Unas palabras que les arrancaran de sus manos las herramientas con las que se ganaban la vida y pusieran armas en su lugar. Necesitaban una mentira.

—Sabes que su situación era la de una muerte lenta y sin sentido. Tú les has dado un propósito. Es una pesada carga la que descansa sobre tus hombros, pero alguien tiene que llevarla.

—La mayor parte de esta gente tenía una vida tranquila y no había oído hablar del Necromante hasta hace dos días. Es un canto de sirena al matadero. Pasaré a la historia como una genocida.

Los dedos de Hesediel se deslizaron como por descuido por las heridas del antebrazo hasta llegar a la axila de Ilianya.

—¿Quieres que te dé placer? —preguntó mientras acariciaba el comienzo del pecho que se insinuaba por la abertura del peto. La mujer se sacudió de encima la mano de la celestial y se incorporó de un salto.

—Basta. Por favor, basta. Haces que parezca que hacer el amor conmigo sea una treta más para engañarme.

—Mi devoción por ti siempre ha sido sincera —aseguró el hada con voz calmada—, y sabes que he pagado por ello. Llevas tanto tiempo navegando entre quimeras que te es difícil distinguir la verdad entre el mar de mentiras. Pero mis caricias siempre pudieron llevarte al hogar.

Titubeó un instante y, con movimientos precisos, desató los cordones de su blusa y desnudó el torso. Avanzó un paso, pero Ilianya, rápida como una centella, tomó la espada que estaba a sus pies y apoyó el filo sobre su propio cuello. Hesediel se detuvo en seco.

—¿Qué pensará tu querido dios —le espetó la humana— si su martillo se degollara justo a las puertas de su gran triunfo?

Dando un paso más, Hesediel extendió una mano hacia Ilianya. El brazo que esgrimía la espada se tensó y una gota de sangre se deslizó por la hoja, deteniendo de nuevo al ángel.

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⏰ Última actualización: May 06 ⏰

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Desnudez desgarrada: historias Eroguro de lo macabroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora