Más allá del umbral.

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Su unión terminó antes de que incluso empezara. Él fue arrancado de la noche de bodas, a luchar en tierras lejanas, en una guerra que no era la suya y que se alargó más de lo que debería, como sucede con todas las guerras. Ella vio su juventud marchitarse en una espera irreal y, cuando le llevaron el cuerpo destrozado de su marido, su corazón no pudo soportarlo.

Cuentan que, en la Noche de los Muertos, las almas de los difuntos que dejaron atrás cuentas pendientes vagan por los caminos que en vida transitaron, por si tuvieran oportunidad de resolver las encrucijadas inconclusas y así lograr el descanso. Él y ella se buscaban entre las riadas de ánimas; sin embargo, eran incapaces de encontrarse, y al alba siempre veían sus esperanzas deshacerse junto con sus cuerpos.

Una Noche, la Buena Muerte se compadeció de ellos y trazó un camino en las estrellas para que lo siguieran y así acudir el uno junto al otro. Sus pisadas se encontraron en el linde de un acantilado, donde sólo la luna llena podía espiarles, si el satélite quisiera dejar por unos instantes de juguetear entre las olas.

Se contemplaron con timidez, dudando si el otro seguiría amándole después de las décadas transcurridas. Él miraba los restos de lo que había sido su cuerpo vigoroso y que ahora colgaban en jirones incapaces de vestir sus huesos. Ella inclinaba la cabeza para que los escasos cabellos que le quedaban, antaño brillantes y ahora ralos y quebradizos, cubrieran un rostro que a duras penas era más que una calavera. De los delicados bordados en las telas que vestían sólo unas sombras eran testigos de los motivos que habían dibujado, y las propias ropas parecían despreciar la ruina en la que se habían convertido, harapos ni siquiera suficientes para ocultar la vergüenza de quienes las vestían.

Fue ella la que tomó la iniciativa, cogiendo su mano y poniéndola sobre su pecho. Él cerró los ojos y por un instante sintió los latidos de un corazón callado demasiado pronto. Cuando su mano libre le apartó el pelo, la luna paró durante unos momentos de retozar en la mar a fin de echar una mirada furtiva y dejar caer un beso plateado por el rostro de ella, maquillando los estragos de la podredumbre y dotándole de serenidad y una cierta hermosura. Ella volvió sus cuencas vacías hacia él.

—Te he buscado durante incontables noches, pero no estaba segura de querer que me vieras así.

—Yo tampoco sabía cómo reaccionarías. Tampoco puede decirse que me hayan tratado bien los años —rió.

La mujer apretó la mano del hombre aún más contra su pecho y un dedo huesudo la acarició allí donde debería haber estado el pezón. El torso subió y bajó al ritmo de una respiración que, después de mucho tiempo detenida, volvía a producirse, y entre los dientes se colaron pequeños suspiros de placer.

—Ojalá me hubieras tocado cuando estaba viva. Mi cuerpo es ahora frío y se cae a pedazos.

—Eres perfecta. Siempre pensé que lo eras, siempre pensé que lo serías.

Sin poderse contener, él enterró la cara en el cuello de ella a la vez que le rasgaba lo poco que quedaba de sus vestido. En un acto reflejo, ella se cubrió los pechos desnudos mientras le susurraba:

—Despacio, amor, me vas a arrancar la piel.

En vista de que él le empezaba a desgarrar la garganta, lo apartó de un empujón y, antes de que tuviera oportunidad de protestar, se arrodilló frente a él. Hacía tiempo que las alimañas habían devorado su virilidad; sin embargo, una erección fantasmal le ardía en las entrañas. Ella no hizo ningún comentario, sabía que su feminidad también había sido mancillada con crueldad por la descomposición, y enterró su rostro entre los muslos de él mientras sujetaba su cintura y abría la boca como si, en efecto, estuviera recibiendo un pene enhiesto. Gimiendo de placer, él agarró su cabello en un puño y le movió la cabeza para indicarle el ritmo. Su mano libre buscó de nuevo, hambrienta, los pechos de su amada, y se los apretó con pasión, haciendo que el frágil tejido se desprendiera. No hubo queja, ella misma le había hundido los dedos en las ingles y expuesto la pelvis.

Con una brutalidad que era incapaz de controlar, la arrojó al suelo y trepó a su cuerpo. Ella jadeaba y lo aguardó con la espalda arqueada hacia delante. Unieron sus bocas con pasión y entrelazaron sus piernas, apretándose la una contra el otro como si quisieran fundirse. Poco importaba que sus órganos sexuales hubieran desaparecido, que no tuvieran lenguas que les llevara sus sabores o que con cada abrazo partes de ellos mismos se desprendieran. Liberaban toda la llama que habían avivado durante tantas noches de búsquedas infructuosas. Y, como si de un milagro se tratara, entre los muslos de ella se derramaron líquidos ardientes y el vértigo de un orgasmo amenazó con consumirlos.

A la mañana siguiente, en el acantilado, un área de unos dos metros cuadrados amaneció carbonizada. Nunca nada pudo crecer allí; sin embargo, cuando la Noche de Difuntos coincide con la luna llena, ésta derrama lágrimas de rocío sobre las hierbas ennegrecidas. Pero esas lágrimas son lágrimas de felicidad.

Desnudez desgarrada: historias Eroguro de lo macabroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora