Las duelistas

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El sonido del metal contra metal rasgó el silencio de la noche. Esa madrugada, rompiendo la tranquilidad que suele preceder la salida del sol, dos figuras borrosas entre los trazos de bruma parecían abrazarse en una danza mortal. Los dos cuerpos fintaban, medían la posición del otro, buscaban una debilidad en la defensa del rival y volvían a lanzar el acero, y de nuevo las dos espadas se encontraban, repitiendo el sonido que despertaba ecos apagados en las paredes de la vieja iglesia abandonada.

Las ansias de matarse mutuamente formaban parte de un ritual antiquísimo que había sido repetido innumerables veces, pero faltaban algunos detalles importantes: no había testigos, esos acompañantes conocidos por los protagonistas de la ceremonia y que velaban porque las reglas se observaran, y si un observador imparcial se hubiera podido acercar sin ser percibido, podría encontrar la causa de esa ausencia: quienes estaban batiéndose en duelo eran mujeres.

Aunque los duelos entre mujeres no era algo desconocido en el siglo XVII, había varias razones por las que ninguna de las que intervenían en aquel quisieran hacerlo público. La causa que las había enfrentado pertenecía al ámbito privado, y en ese ámbito lo querían dejar: sin ojos ajenos que pudiera juzgarlas a través de conclusiones sacadas de contexto. Procedían además de estratos sociales distintos. Decidieron que su voluntad y su moral sirvieran de testigos de su enfrentamiento.

Mientras bloqueaba una de las estocadas, Lady Christina no podía dejar de pensar en la infancia que las dos mujeres habían tenido juntas, de las confidencias que habían compartido a pesar de la diferencia de clase y de la amistad que habían fraguado lenta pero naturalmente y que acabaría desembocando en algo más, cuando calentar la cama serviría de excusa para descubrir sus propios cuerpos. A fin de cuentas, Angelica estaba destinada a servirle de dama principal y protectora cuando ninguna compañía de hombre fuese admisible, y todo ello hacía que no tuviese ningún sentido lo que Angelica había acabado por hacer y que provocó que Christina la hubiera convocado de madrugada tras la iglesia abandonada.

Angelica debía de estar sintiendo unas dudas similares. Los movimientos de su arma no tenían la seguridad de los entrenamientos; quizás, pensaba ella, porque era consciente de que esta vez un golpe certero acabaría con la vida de quien había sido su mejor amiga, y en el fondo ella se negaba a dar el paso que pusiera un final definitivo a todas las historias que habían iniciado. ¿Era por ello que había sentido el mordisco de los celos de forma tan profunda cuando se enteró del compromiso de Lady Christina con ese joven espigado? ¿Acaso un chico que no sabía afeitarse sin criados iba a saber darle placer a su señora como ella sabía hacerlo?

Quizás había sido la conciencia de que ya no recorrería el cuerpo de su ama, o que de hacerlo sería aguantando los toqueteos babosos de un hombre, lo que le había empujado a cometer aquel execrable acto: sólo tuvo que aguantarlo una vez. Las insinuaciones veladas al señor de la casa, los restos de lágrimas sacadas delante del espejo y una pieza de ropa interior convenientemente colocada en sus aposentos habían bastado para que las sospechas se convirtieran en certezas y que el pretendiente de su señora hubiera sido despachado detrás de otra iglesia.

El aguijonazo en su brazo izquierdo, el de la vizcaína, le devolvió a la realidad y le recordó que no podía dejarse llevar por los recuerdos. Fijó su atención en su enemiga y no pudo dejar de maravillarse ante la hermosura casi irreal de Christina. La bruma matinal no hacía sino acentuar esa sensación de misterio que la rodeaba, y sus ojos azules y su cabellera rubia parecían brillar ese día con un halo especial.

Se obligó a centrarse en los detalles importantes, la mirada de ella para adivinar por dónde atacaría la próxima vez y la línea imaginaria que describía su cuerpo, para sentir qué trayectoria describiría la espada. Sin embargo, no le resultaba fácil concentrarse: como vestuario su señora había elegido un cómodo y versátil camisón de dormir que la humedad de la mañana ceñía a su cuerpo. Cuando la pálida luz de la mañana sus bellas formas se dibujaban bajo la tela. Como si estuviera desnuda. Maldijo y agradeció a la vez esta elección.

Desnudez desgarrada: historias Eroguro de lo macabroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora