Interacción #2

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Dana
19 de octubre, 2023

No recuerdo nada sobre mi madre. De hecho, solo sé que no nos parecíamos en nada físicamente gracias a las fotos de los álbumes de casa.

Hay una foto en especial, es mi favorita, salimos los cuatro y estamos abrazados, mi padre me abraza mientras río y tengo tres años mientras mi madre le da un beso en la mejilla a Daniel, él sí que la recuerda bien. Una mujer que a sus 27 años sufrió un accidente de tráfico que acabó con su corta y recién iniciada vida. Pelinegra, de ojos azules, bajita y con un cuerpo hermoso, pero para nada ostentoso.

Y como dije, es todo lo contrario a lo que yo soy: una chica de cabello rubio, un rubio oscuro casi siendo castaño claro, ojos cafés (exactamente iguales que los de mi padre), no extremadamente alta, pero sí soy más alta que el promedio de la estatura de una mujer y cuento con un cuerpo relativamente ostentoso.

Si me vieras junto a ella a lo mejor ni siquiera pensarías que teníamos algún parentesco, mi hermano al menos compartía el mismo tono de sus ojos.

Mi padre, por otro lado, se podría decir si yo fuese hombre seríamos una réplica exacta.

Físicamente hablando al menos.

—Rubia, ¿en qué tanto piensas?—me pregunta el rey de Roma.

William Kaplan, a sus 51 años no es ni mínimamente parecido al que me muestra mi foto favorita.

Tanto externa como internamente hablando.

Él fue la persona a la que más le chocó la muerte de mi madre: el amor de su vida había muerto, tenía dos hijos pequeños a los cuales criar y explicar por qué razón nunca más verían a mamá y una empresa en sus manos a la que dedicar todo su esfuerzo y un tiempo del que carecía.

Era bastante obvio que las cosas no iban a salir bien en absoluto con ese pronóstico.

No recuerdo cómo fue que mi padre nos dio la noticia de la muerte de mamá, lo único que sé desde siempre de ella es que yo y mi hermano éramos su mundo, que ella no iba a volver y que nos protegía desde el cielo. Todo eso gracias a que mi papá pudo cumplir con el papel de padre de una manera brillante, siempre estuvo para nosotros y jamás lo escuché quejarse por nada. En todos los años de vida que tengo solo una vez lo recuerdo llorando en el salón de casa, tenía nueve años y él mantenía su rostro escondido entre sus manos, no salí de mi escondite esa noche, era muy pequeña para entender que mi padre, el hombre más fuerte del mundo, estaba roto y no le mostraba a nadie sus grietas.

La empresa, que casi quiebra por su culpa, tampoco sufrió ningún cambio o tuvo algún indicio de problemas luego de la muerte de mamá (al menos no hasta hace dos años claro). Mi padre dividía sus obligaciones de una manera casi envidiable, pero claro, llega un punto en el que, para bien o para mal, una persona rota no puede seguir ocultando al mundo que lo está.

Mi padre fue diagnosticado como alcohólico hace dos años, quizás menos, no recuerdo la fecha exacta.

Y no, no fue porque llegase borracho a casa, o a la empresa, o porque de un bar lo llevasen a el hospital y allí pasará todo. No. Fue más complejo que eso en realidad.

Al principio (antes de ser diagnosticado) estábamos a ciegas, todo parecía igual y ni Daniel ni yo notábamos indicios de algo raro pasando. Esto fue, hasta que comenzaron a aparecer los síntomas: vómitos, pérdida de peso de una manera descomunal, fatigas... entenderán que luego de que estos síntomas no se fuesen mi hermano y yo comenzamos a preocuparnos y (aunque mi padre se opuso, y alegó que nada raro estaba sucediendo) lo llevamos al hospital donde luego de muchas pruebas diagnosticaron a mi padre con: esteatosis hepática.

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