Todavía no había abierto los ojos, pero notó algo: su frazada lo abrazaba como cuando era niño.
Apretó la punta y se dio cuenta que era muy gruesa. Al frotarla entre los dedos, sintió la dureza de las mini pelotitas al centro. La suavidad, la temperatura de la cubierta perfecta. Abrió los ojos de golpe, se sentó en la cama y abrió la cortina y los primeros rayos de luz la mostraron.
Max... pensó.
«Indi, esta es tu frazada especial», el recuerdo de su papá diciéndolo, saltó en su mente directo de la caja de los olvidados.
Su frazada especial era de un verde esmeralda brillante, su color favorito, y tan suave como los vestidos de Maite en los que le gustaba acostarse.
No era la misma, pero era una copia exacta. Su manta estaba de vuelta y era exactamente igual que la que usaba de niño. Su abrazo para dormir, para calmarse y envolverse como si fuera una capa, también como escudo para defenderse del frío del invierno.
No pudo evitar sonreír. La extrañaba. Hacía tiempo que no usaba una frazada de compresión.
A Gustavo le cargaba que lo hiciera; decía que le pegaba sus costumbres de mierda a sus hijos y un día simplemente desapareció. Lo odió, le gritó e hizo un escándalo. Pero nunca volvió a comprar otra. No era la misma, era irremplazable y se convenció que tenía que dejarla atrás.
Había sido una estupidez, aceptarlo. Ahora lo sabía.
Recuperarla era lo mejor que le había pasado con el cambio de casa. Se volvió a acostar y se envolvió en ella como un panqueque, apretado. Su abrazo hizo que se sintiera mejor, más tranquilo y también confiado.
Este era el mejor regalo para un día como hoy. Quería cargarse de ánimo, de fuerza. Recordarse a si mismo antes de la tragedia. Antes cuando era alegre y confiado. Quería un pedazo de si mismo de vuelta, porque hoy en la tarde iba a hacer una locura. Una con justificación.
Fuera de su dormitorio, en la sala olía a café recién molido. Envuelto en su nueva caparazón, se asomó a comprobar si estaba Max, pero no lo vio. Aunque sobre la barra de la cocina, había dejado un perfecto café con espuma de leche y esta vez un pote de kiwis con plátanos partidos.
¿Sería su forma de pedirle disculpas?
Eso lo iba a pensar después.
Dejó el pote ahí y se llevó el café de vuelta a su habitación.
Ésta era mucho más pequeña que la que ocupaba en la casa de Maite y eso le gustaba. Su cama era de una plaza y media, no de dos. Le gustaba el color brillante de la luz que entraba a través del ventanal y la vista hacia la piscina, hacia el cielo descubierto. Algo bueno tenía este hotel de lujo después de todo.
A lo lejos, creyó oír el canto de una mujer. ¿Una mujer tan temprano? Son como las seis de la mañana.
Abrió la puerta curioso. El sonido venía de abajo. Max no tenía pareja, no que conociera. Si la tenía, ¿le abría avisado?
Ah, quién lo va aguantar... Debe ser la señora de la limpieza.
Le había hablado de ella, pero como se la pasaba durmiendo no se la había topado.
Sacó de su mochila la polera manchada de Baltasar, que le había arrebatado de las manos.
—¿Será muy barsa pedirle que la lave? —dijo, mirando la polera pegada con helado—. Le voy a preguntar...
Salió de la habitación y bajó hasta la lavandería de la casa, la fue sintiendo entre los dedos como si el algodón de la tela lo relajara. Abrió las puertas de las habitaciones, la oficina, el gimnasio de Max persiguiendo esa melodía que cada vez se volvía más clara.
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Una temporada offline
Genel Kurgu@OnlyIn salió de la nada y se hizo famoso. Era adictivo ver sus payasadas diarias, participar de su vida. Era fácil adorarlo, sentir que lo conocías, pero él estaba lleno de secretos. Una mañana subió una historia desde la nieve... y no volvió a p...