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El bar donde tocamos aquella noche debía ser lo más cercano a un centro de vida nocturna que hubiera conocido ese pueblo. Embutido entre un supermercado veinticuatro horas y una fábrica de muebles clausurada, apenas contaba con el espacio suficiente para acomodar a todos los jóvenes. El escenario, un minúsculo tablado al fondo del local, estaba alumbrado por una bombilla solitaria, contra cuya luz amarillenta se daba cabezazos una polilla. Poco se podía ver más allá del humo de los cigarrillos, gestando una capa de niebla que se extendía hasta el cielorraso y que parecía tragarse el sonido de los instrumentos.

Nada de eso me importaba. Estábamos acostumbrados a llenar tugurios como aquel, sobre todo cuando aún no habíamos salido de Nueva York. Pero el calor pegajoso de California y el extraño aroma del micrófono contra mis labios, sumado al típico porro antes del show, me tenían en un estado de lo más surrealista. Aun así, mis manos recordaban su coreografía a la perfección; bastaba con colocar un teclado debajo de ellas para que se presentara la magia.

No era el único afectado. Martin, el guitarrista principal, se había enrojecido por completo y dio la impresión de estar a punto de caerse cuando se acercó al borde del escenario, para dedicarle algunas notas a las chicas en la mesa más próxima. Pensándolo mejor, es probable que Pepper le hubiera hecho una zancadilla, si la forma en que le guiñó el ojo era indicativo de algo.

El público de Milstead no podía ser más opuesto al de Woodstock. Muchachos de buena familia; ellos con el pelo corto, ellas con coletas decentes. Collares de perlas heredados de la abuela y camisas bien planchadas. Nadie se aventuraría más allá del tabaco, a nadie le interesaba la conversación sobre la guerra más allá de un tenue patriotismo o un deseo de que terminase de una vez, pero se desesperaban por comprar lo que vendíamos. Nuestra rebeldía, nuestra independencia. Era divertido fantasear con renunciar a la seguridad de la casa paterna, el negocio familiar, los fuegos artificiales del cuatro de julio y la cena de Acción de Gracias. Representábamos eso y, de una forma difícil de poner en palabras, comprendíamos la responsabilidad.

Un nuevo grupo de clientes ingresó al establecimiento mientras versionábamos Time of the Season de The Zombies. Nuestro repertorio entero nos pertenecía, excepto esa canción. Incluso si quisiéramos dejarla de lado, la audiencia no lo permitiría jamás. La armonía que se producía con la voz femenina de Pepper en el estribillo era demasiado irresistible, y a pesar de que no me jactaba de ser tan bueno como Rod Argent, mis solos no se quedaban muy atrás. En medio de uno de esos solos me encontraba cuando los soldados aparecieron.

Desde que el servicio se tornó obligatorio, a nadie le sorprendía hallar soldados en los ambientes por los que nos movíamos. Por lo general, asumíamos que los únicos militares que querrían escucharnos serían aquellos a los que forzaban a pelear. Sin embargo, al advertir la presencia de esos seis jóvenes acompañados por una recatada pelirroja, reconocí de inmediato que no era su caso.

Venían demasiado altaneros, haciendo demasiado ruido. No se trataba de chicos a los que el Tío Sam fuese a enviar a su perdición, sino de máquinas de matar ansiosas por volar a Vietnam en pedazos, que acudían al bar para celebrar la libertad de hacerlo. Y esto no me despertaba simpatía, mas tampoco desprecio. Solo deseé que dejaran de reírse a los gritos, de molestar a las otras mesas, de soltarle obscenidades a la camarera a la que yo ya le había echado el ojo. En definitiva, deseé que pararan de arruinar mi concierto.

Solo uno de los reclutas aparentaba saber cómo comportarse. Quizás hasta por demás. Era el más alto del grupo, lo bastante alto para que lo distinguiera a través de la muchedumbre, y su expresión reflejaba un terror absoluto. Se removía en el asiento, incómodo, mientras sus supuestos amigos se divertían a su costa, codeándole las costillas y empujándolo a hablar con las mujeres menos agraciadas. Tenía los ojos marrones y grandes, tan grandes que parecían ocupar la mitad de la cara, y muy abiertos. Esos ojos no se despegaban de mí.

Ahí fue cuando todo cobró sentido. Identifiqué su mirada. Una mirada que nunca comprendería en su totalidad, gracias a la educación de mis padres relativamente progresistas (que, de cualquier manera, tampoco querían involucrarse en mis asuntos), pero ya había visto tantas veces. El niño con el que di mi primer beso en el campamento de verano a los ocho años. El mariscal de campo del instituto después de que se la chupara detrás de las gradas y antes de darme un puñetazo. El cuarentón en el baño de esa estación de servicio, tan reprimido que admitió que mi cabello largo le reconfortaba porque «casi no había diferencia» y me llamó «puta de mierda» al no encontrar su alianza en el bolsillo y asumir que se la había robado (cayó en el retrete cuando se la quitó).

Todos ellos se escondían en los ojos de ese muchacho, solo que aún peor. Se me ocurrió que a lo mejor era la primera vez que le pasaba. La idea me hizo sonreír. Sonreírle.

Sus camaradas se distrajeron con la llegada de las bebidas y, de un segundo a otro, apareció de pie a pocos metros del escenario. Meseras y comensales pasaban a través de él como si fuera un fantasma, o al menos ese era el efecto visual que creaba el humo. La boca, notoriamente rosada incluso con las luces, colgaba entreabierta. A la hora de cantar, me aseguré de mirarlo lo más posible sin que nadie más lo notara, enfatizando el «what's your name?», como una invitación. Me encantaban las mujeres, pero en raras ocasiones podía darme el gusto de estar con un hombre, y si nada sucedía entre el soldado misterioso y yo, al menos me divertiría torturándolo.

Mi estrategia funcionó. Acababa de cambiarle la vida, de arruinarlo para siempre. Modestia aparte. Y de pronto, tan fácil como vino, huyó, regresando a su mesa, con su gente, que no desperdiciaban oportunidad de humillarle.

—¡Finn! —susurró Pepper, lejos del micrófono, furiosa.

Era hora de mi segundo solo y estuve demasiado distraído para recordarlo. Con una sacudida de cabeza, volví a enfocarme y salvé el número. Lección aprendida. No pensé más en él.

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Luego de un concierto exitoso, la mejor forma de aflojar era compartiendo un buen viaje en la parte trasera de la furgoneta. La furgoneta en cuestión le pertenecía a Lucas y él insistía en conducirla a todas partes, sin importar cuánto le repitiéramos que no ir juntos en el autobús oficial de la banda sería una pesadilla de logística. A veces, decidíamos mandar las reglas a la mierda y acompañarlo, en especial si se trataba de una distancia corta. Pero esa noche de verano, el plan consistía en relajarnos un rato allí, bajo el cielo despejado del pueblo, y dormir en el hotel cuando ya no aguantásemos más. A final de cuentas, Lucas había estacionado en un callejón bastante protegido, entre el bar y la fábrica, así que nadie nos molestaría.

O eso imaginé, con la cabeza recostada en el hombro de Pepper y un porro entre los labios, cuando una figura se recortó contra la luz de la calle. Agucé la vista. Un joven soldado, alto y de ojos grandes, se detuvo frente a nosotros con las manos entrelazadas frente al cuerpo y se aclaró la garganta.

—Disculpen —dijo—. Eh... yo también quisiera drogarme.

De Woodstock a Vietnam (#ONC2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora