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Era el verano que tocaríamos en Woodstock, pero por aquel entonces casi nadie hablaba de la música. La gente estaba obsesionada con la guerra, la paz, el largo de nuestro cabello y las drogas; todo menos nosotros. Al enterarse de que el festival atraería a alrededor de cincuenta mil personas, los habitantes de Wallkill protestaron tanto que tuvo que trasladarse a Bethel, y en retrospectiva estaban en lo cierto, porque el número real de asistentes fue de quinientos mil y las rutas se saturaron de coches y caravanas. Pero para Woodstock aún faltaba un mes y la gira que nos llevaría hasta allí apenas comenzaba, en Milstead, un pueblo perdido de California.

Ni siquiera sabía por qué estábamos allí. Idea de Aaron, seguramente; un idealista sin remedio que ansiaba compartir nuestro arte con cada rincón del país, en especial los sectores conservadores. Y como era el baterista más talentoso que conocíamos, no quedaba otra que seguirle la corriente. A lo mejor no sería tan malo, me decía a mí mismo, prometiéndome alguna conquista sin nombre que dejaría atrás tan pronto como partiéramos hacia San Francisco, nuestra próxima parada. Aunque, la verdad, no quería hacerle frente a Aaron y arriesgarme a que nos abandonase o me desautorizara delante del grupo.

Dr. Strangelove & The Red Telephone nació en 1961, durante el último año de secundaria, aunque no lo bautizamos hasta que Pepper, nuestra bajista y cinéfila de confianza, vio aquella película de Stanley Kubrick y entró corriendo al garaje donde ensayábamos al grito de «¡lo encontré! ¡Encontré el nombre!» A los demás no podría importarnos menos la referencia; sonaba bien, así que lo tomamos. Y cuando nos pasamos de los covers de rock clásico al psicodélico, supimos que era exactamente la imagen que queríamos dar.

No se suponía que yo fuese el líder. No se suponía que nadie lo fuera. Pero cantaba casi todas las canciones, mis solos de teclado improvisados siempre se robaban el show y no me dio miedo adoptar la melena larga un poco antes que mis compañeros. Eso selló mi destino. Me convertí en el rostro de la banda, la persona por la que pasaba cada decisión y, sobre todo, el hombre con el que las groupies querían acostarse (para envidia de Lucas, guitarra rítmica).

Mentiría si dijera que me disgustaba mi papel. Para la salida del segundo álbum, ya había firmado cuarenta y tres pares de pechos. Los mejores camellos me conseguían lo que les pidiera, desde las drogas clásicas hasta las más exóticas. Me sentía en la cima del mundo y, la mayor parte del tiempo, lo estaba. Sin embargo, esa mañana en el pequeño hotelucho de Milstead donde nos hospedábamos, apareció entre nuestras cartas de fans una capaz de amargarme el día.

«Te felicito por lo de Woodstock; es genial. También sería genial que te pasaras por el cumpleaños de tu hijo. Como quiero creer que recordarás, es ese mismo sábado y estamos bastante cerca. Theo sabe de ti, jamás se lo he ocultado. Yo he hecho mi parte, ¿cuándo harás la tuya?»

Eso decía. Así de simple. La caligrafía de Vicky delataba su profesión de maestra y el pésimo estado del papel hablaba de su dificultad para mantener el orden, con o sin niños. Me sobrecogía darme cuenta de lo evidente que era su presencia en aquella nota, como si alguien pudiera haber tratado de suplantar su identidad.

Ya habían pasado cinco años desde que nos encamamos y seguía siendo mi peor error. Parecía tan inofensiva. Estudiante de magisterio, anarquista de closet, hija de intelectuales neoyorquinos. Me acariciaba el pelo mientras yo recostaba la cabeza en su regazo, sus rizos rubios cayéndome encima como una cascada, y me leía poemas de Keats y la generación beat. Hizo mucho por mi música, ayudándome a desarrollar una sensibilidad para la métrica que simplemente no se aprende solo de oído; es un esfuerzo consciente. Quizás hasta la amaba un poco.

Entonces, ocurrió lo más obvio, lo más terrible. Era de esperarse. Follábamos como conejos. Un día me desperté sobre el colchón de la pocilga que alquilábamos en Greenwich Village y ella apareció con los ojos inyectados en sangre. Asumí que estaría pasando por un mal viaje y le ordené que se acostara de nuevo.

—Finn, estoy embarazada —sollozó.

Al principio, no le creí. Después, me porté como un caballero, ofreciéndole acompañarla a alguna clínica donde pudieran ayudarle con eso. Pero Vicky tenía otras ideas. Quería ser madre y temía que, si abortaba, esa oportunidad jamás volvería a repetirse.

—Lo harás sin mí —le advertí, antes de abandonar el apartamento y desvanecerme en el aire.

Vicky nunca lo aceptó. Cada cierto tiempo, recibía correspondencia de ella, que parecía resentirme cada vez más con el paso de los años. No solo le reveló mi identidad a la criatura, sino que también pretendía que yo formara parte de su vida. Y si bien esto no me movilizaba en lo más mínimo, algunos de mis colegas despreciaban mi actitud. En especial Pepper. Por eso, prefería ocultárselos.

Esa mañana en Milstead no tuve suerte. Fue ella a quien el recepcionista entregó los sobres, y lo primero que notó fue el nombre de Vicky en el remitente.

—¿No te da vergüenza? —me reprochó con los brazos cruzados, recargada en el vano de la puerta del baño que comunicaba nuestras habitaciones.

—¿Por qué debería darme vergüenza? —Me encogí de hombros, enfocado en desenredar la maraña que una fan hizo en mi cabeza la noche anterior—. Traté de resolverlo; ella se negó.

—Trataste de llevarla a operarse en un sótano sucio con un cirujano sin licencia.

—Bueno, no es como si pudiera ir a un hospital. Y tú misma acudiste a ese malvado cirujano cuando Martin te...

No terminé la frase antes de que Pepper se hubiera materializado a mi lado, arrancándome el peine de las manos y arrojándolo tan fuerte como pudo contra la pared contraria.

—¿Y crees que fue una decisión sencilla? —me reprochó, tan cerca de mi rostro que su aliento a resaca quemaba—. Casi muero, Finn. Sangré durante días y ni siquiera podía ir al doctor por miedo a acabar en la cárcel.

—Tener un hijo ahora te echaría a perder todo lo que has construido —señalé.

—¡Lo sé! Por eso lo hice. No fue fácil, pero yo lo elegí. Yo lo elegí, no Martin. Y tú no tenías ningún derecho a decidir por Vicky.

—Pues Vicky tampoco tiene derecho a decidir por mí...

Hastiada, Pepper se dirigió de nuevo a su dormitorio. Solo se detuvo y volvió hacia mí para decirme una última cosa:

—Sacamos un disco de oro. A ella la echaron del trabajo por ser madre soltera.

Fruncí el seño.

—¿De verdad?

Pepper suspiró.

—Lo sabrías si leyeras sus cartas.

Y me dejó solo, de pie en ese baño que apestaba a vómito y lejía. Algo dentro de mí se movió por un instante. Algo pesado, imposible de descifrar; una materia viscosa que se adhería a las paredes de mi estómago, subía por mi garganta y moría allí. Lo ahogué cepillándome los dientes y esnifando una línea. Un par de horas más tarde, me presenté a la prueba de sonido fresco como una lechuga.

Debía concentrarme. Me tomó tanto trabajo llegar a donde estaba ahora; un trabajo que ni Vicky ni Pepper podían imaginar. No pensaba dejar que nada me lo arruinase.

De Woodstock a Vietnam (#ONC2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora