No podía dormir. Lejos de relajarme, la compañía de Eric me alteraba. Esa contradicción estridente entre pasado y futuro. Compartíamos cama. Dentro de ese cuarto, descansaba con alguien de mi sexo, invisible para el resto del mundo. Dentro de un cuarto parecido a ese, la muerte me rozó por un instante que se sintió eterno.
Devorado por la angustia, decidí levantarme. El plan era salir al balcón y prender un porro, pero por alguna razón, al colocarme la bata, mis pies me condujeron en la dirección opuesta. Hacia la puerta. Hacia el ascensor. Hacia el piano de cola que yacía olvidado en una esquina del vestíbulo, sin nadie que lo vigilara. Necesitaba sentarme frente a él, abrirlo y repasar todos los solos en los que me equivoqué. Necesitaba demostrarme que aún podía hacerlo, que nada se me había ido de las manos, que no requería ningún veneno en mi sistema para ser tan grande como fui siempre.
Comencé a tocar ahí, solo, a las cuatro de la mañana. Unas notas traviesas huían de mi alcance, dispersándose a través del teclado, obligándome a empezar de nuevo. Mi frustración aumentaba y, como si tal cosa, adiviné una melodía escondida bajo esa pila de basura. Una melodía que ni en mi momento de máxima inspiración podría habérseme ocurrido. Una canción que aún no componía y que fue mía desde mucho antes de existir.
Ahora debía ponerle letra. Ese era mi mayor pecado como músico; sin unos versos ni un estribillo pegadizo que hilara todo, las ideas se me secaban. Por si fuera poco, tampoco contaba con un sitio para anotar. De cualquier manera, me forcé a continuar con la sesión, entonando sílabas sin sentido que con el tiempo fueron tomando forma.
La forma de un pueblo olvidado en las profundidades de California. De unos ojos desorbitados. De una navaja suiza. De un soldado que partiría a Vietnam en una semana y quería descubrir qué había más allá de la guerra. De su guerra.
No era una balada de amor. No podía ni debía serlo. Sin embargo, era lo más sincero que hubiera escrito.
Un ritmo extraño sobre la madera del piano me hizo saltar. Miré hacia arriba y Aaron estaba golpeándolo suavemente con los puños, percutiendo en sincronía con mi improvisación.
—Sigue —me animó en voz baja al ver que paraba.
Y seguí.
Fueron veinte minutos en los que nos limitamos a perseguir esa canción, sentirla y apropiárnosla con una naturalidad desconocida para nosotros. Hubo una época en la que intentamos trabajar en equipo. Esa época en la que, además, consumíamos coca juntos. Pero aquella fatídica experiencia abrió una grieta demasiado grande entre los dos y, por lo general, apenas soportábamos siquiera estar en el mismo grupo.
Jamás imaginé que volveríamos a sostener esa sinergia. A juzgar por su expresión cuando nuestras manos se cansaron, diría que él tampoco. Creé un espacio en la banqueta para que se sentara.
—¿Es nueva? —preguntó con genuina curiosidad, dispuesto a escucharme.
Le di un codazo juguetón.
—Sabes que sí, payaso.
—Me gusta.
—Y eso que aún no te has oído en la batería. Va a ser increíble.
El halago lo tomó por sorpresa. Estábamos tan acostumbrados a discutir que se nos dificultaba reconocernos como lo que éramos: un par de músicos talentosos.
—Tampoco podías dormir, ¿eh? —adiviné.
Aaron meneó la cabeza.
—No sé por qué carajo volvimos aquí. Ni siquiera sé por qué nos dejaron volver...
—Porque la discográfica pagó más de lo que debía por las reparaciones, ¿recuerdas?
—Cierto.
Hubo una pausa.
—Yo tampoco sé qué estamos haciendo aquí —admití.
—Han pasado años...
—¿Y tú me lo dices? Si eres el que me trata como la mierda desde que...
—Desde que pensé que iba a morir, Finn. Desde que ambos pensamos que íbamos a morir. Desde que nos arrojaron a esa puta celda.
No sonaba molesto. De hecho, lo había oído más molesto por decisiones artísticas a las que se oponía o ideales políticos dispares.
—Me metiste en esto —concluyó—. Me metiste en esto y no me dejas salir.
—Diablos, Aaron, creí que ya estaba todo superado porque eres tan superior a mí...
—Jamás he dicho eso. —Cerró el piano y se levantó, apenas dándome tiempo de retirar las manos.
—Pero es lo que sientes —acusé, viéndolo caminar por el vestíbulo sin moverme de mi asiento—. Me hablas lo menos posible, me echas en cara que lo siga haciendo, me llevas la contraria en todo con tal de...
—¡Aspiras delante de mí, Finn! —Su grito retumbó en la habitación abovedada—. Me miras a los ojos, me sonríes y te zampas una línea. ¿Qué puedo hacer yo que sea peor que eso?
—No es nada contra ti... —bufé.
—Ahórrate esa mierda. —Me apuntó con su dedo índice—. ¿Sabes cuál es la realidad? La realidad es que no soy yo quien se siente superior a ti; tú te crees superior a mí. A todos. Te aferras a esa imagen de estrella de rock descarriada porque es lo único que tienes. Preferirías morirte a los treinta de una sobredosis y pasar a la historia como una leyenda que partir en paz a los noventa años después de ser irrelevante. Niegas a tu hijo, niegas las causas de las personas que te admiran y, sin importar cuánto finjas obsesionarte y cuánto escribas sobre él, no tardarás en negar a Eric. Es más, apuesto a que el día que se marche te encamarás con alguien nuevo.
—¿Qué coño tiene que ver Eric con todo esto...?
—Que para ti no es una persona; es solo otro instrumento que has aprendido a tocar. Otro apartado en la biografía y en los documentales que van a inmortalizarte. ¡Oh, es todo tan heroico y romántico! Una velada mágica, te quedaste prendado de él y lo buscaste por cielo y tierra para devolverle su estúpida navaja. Luego le enseñaste a vivir en su último mes antes del servicio. Carajo, seguro estás ansiando que se muera, solo para convertirte en una figura todavía más trágica.
»Bueno, yo no quiero eso, Finn. Y paso de que sigas restregándome tus adicciones (mis adicciones) en la cara, de que cada maldito aplauso tenga que ser para ti, de todo lo que se relaciona con tus aventurillas de caso perdido.
—Ajá. ¿O sea que renuncias?
La pregunta del millón. Aaron se acercó a mí mientras yo me alzaba, su respiración tan agitada que cualquiera hubiera creído que se trataba de una recaída.
—Claro que no. Al menos no ahora. Primero, Woodstock. Después, grabamos esa ridícula serenata que acabamos de inventar. Ni en mil años permitiría que también te quedaras con el crédito de eso. Unos meses disfrutando de otro disco de oro...
—¿Y? —Lo reté—. ¿Qué sucederá luego?
Aaron tragó, furioso.
—Me bajo de tu sombra.
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De Woodstock a Vietnam (#ONC2024)
Romance1969. Finn Langston, talentoso tecladista, viaja junto a su banda de rock psicodélico Dr. Strangelove & The Red Telephone, rumbo al festival de Woodstock. Su ascenso hacia el estrellato está marcado por excesos, descontrol y las ocasionales cartas d...