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Exigí que el autobús lo esperara hasta el último minuto. Esto ya había ocurrido antes. El día que abandonamos Milstead, Eric corrió detrás de nosotros media manzana, suplicando que lo recogiéramos. Y a pesar de reconocer en mi fuero interno que las circunstancias no podrían ser más distintas, mi costado más optimista se aferraba a esa mínima probabilidad de que me sorprendiera de nuevo.

Me quedé parado en el estacionamiento cuando el resto del grupo ya estaba dentro del vehículo, manos en los bolsillos, alerta. Me repetía y me repetía que, en el segundo en que estuviera a punto de darlo por perdido, distinguiría su silueta larguirucha saltándose la barrera de seguridad.

—Finn —me llamó Pepper, apesadumbrada, desde la puerta del ómnibus—. No podemos esperar más. No llegaremos.

Fantaseé con gritarle que a quién mierda le interesaba. En lugar de eso, asentí.

—Ya voy.

Los rascacielos se convirtieron en casas que se convirtieron en campo abierto y, por poco sentido que tuviera, cada sonido en la ruta me parecía la voz de Eric rogándonos detener el autobús y recibirlo una vez más.

-o-o-o-

Woodstock resulté ser más de lo que sus propios participantes anticipábamos. Más de ciento veinte hectáreas repletas de jóvenes que se congregaba en torno a un escenario descomunal. La peste del sudor y la marihuana mezclándose con la de la mierda de vaca y otros fluidos corporales. Parejas revolcándose en el lodo, baños químicos insalubres, poca agua para la concurrencia. Aun así, la más grande libertad que muchos de esos chicos habían conocido.

Faltaban minutos para nuestra presentación. Lucas y Martin se encontraban eufóricos, Pepper se mostraba más recatada en su emoción y Aaron no aparecía por ningún lado.

—¿Dónde está Aaron? —le pregunté a la bajista, pues era la única lo bastante sobria para responderme.

—Creí que tú sabrías. —Se encogió de hombros.

Alertamos a nuestros compañeros y salimos a buscarlo, primero tras bambalinas, luego entre el mismo público, que se transformaba en un obstáculo al percatarse de quiénes éramos. Revisamos bajo cada toldo, detrás de cada arbusto y nada. Lucas decidió consultarle a otra banda con la que hizo buenas migas y su vocalista le ofreció examinar la gigantesca carpa donde se protegían del sol; el último sitio donde recordaba haber visto a Aaron.

Me paré entre ella y Lucas mientras abrían la puerta de tela juntos. Los demás miembros del grupo estaban allí, algunos afinando sus instrumentos y otros jugando a las cartas, sentados en torno a una mesa de jardín. Y allí, en el centro, como una mala parodia de La última cena y con la cara enterrada en el mantel, nuestro baterista.

—¡Aaron! —chilló Pepper.

Levantó la cabeza de golpe, igual que un ahogado. Sin aliento, las pupilas dilatadas. La puta gota de sangre en la nariz.

—Ven aquí —ordené, sacándolo a tirones de la carpa—. ¿Se puede saber qué coño estás haciendo? ¿No que eras muchísimo mejor que yo y que ya estabas por encima de todo? —Lo increpé en un área más apartada.

Aaron me dedicó una sonrisa rota, jadeante.

—No estoy por encima de nada, Finn... Y tú tampoco lo estás...

—¡Pero tú sí, carajo! Tú...

—Chicos, salimos en treinta segundos —nos avisó Martin.

Observé a Aaron, que no paraba de sonreír.

—Vamos, Finn. Es para lo único que servimos.

Regresamos al escenario. Me negué a trotar como los otros. Lucas y Pepper se colgaron guitarra y bajo. Martin comprobó que el vendaje de su mano estuviera en condiciones. Aaron se limpió la nariz con el puño de la camisa antes de tomar sus baquetas.

De Woodstock a Vietnam (#ONC2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora