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No mostraron clemencia. El chapuzón salpicó a varios huéspedes que bebían en torno a la alberca y una chica que estaba nadando rompió a llorar, pues, aparentemente, su cabello no debía mojarse. La cabeza de Eric brotó de las profundidades, jadeando para respirar; no parecía haberse lastimado. Sentí el impulso de acudir en su ayuda, sacarlo de allí. Me lo tragué, observando cómo sus supuestos amigos le echaban una mano entre carcajadas estrepitosas. Una vez fuera, quizás para evitar otro ataque, Eric también se reía de la situación.

—Finn —me llamó la anfitriona, desde la entrada de la cocina—, ¿quieres algo de comer? ¿Estás cómodo?

—Como si fuera mi propia casa. —Despejé sus inseguridades, cosa que agradeció devolviéndome la sonrisa.

Los reclutas ingresaron de nuevo al edificio, aún divertidos por lo que habían hecho. Eric, por su parte, se les unía tímidamente mientras comprobaba que su reloj aún funcionase.

—Eh, muchachos, ya está bien, ¿no? —repetía, fingiendo seguir riéndose—. Ya es la tercera novatada del día...

—Cuando aparezca sangre fresca será tu turno —le prometió uno de los jóvenes, el segundo más alto después de él.

—Pero si en un mes nos vamos...

El grupo caminó junto a mí y uno de ellos me rozó el costado con el hombro. No debería sorprenderme que ni se le pasara por la cabeza disculparse.

—¿Pueden los ciegos enlistarse? —cuestioné en voz alta, burlón.

Todos se detuvieron. Vi el rostro de Eric tornarse pálido al reconocerme. El culpable de chocarme dio un paso al frente.

—¿Y pueden los comunistas drogadictos meterse en sitios como este? —me escupió.

¿Con eso pretendía insultarme? ¡Qué tierno! Un bocazas como él no sobreviviría un día en Nueva York. Aquello solo era capaz de impresionar a pueblerinos como ellos. Y vaya que los impresionó... De pronto, todo el mundo nos vigilaba.

—Yo lo invité. —Nadine se interpuso entre nosotros.

Eché un vistazo a Eric por instinto. Sus preocupación de que pudiese llegar a delatarlo se diluyó en algo más oscuro, mientras su prima enredaba sus brazos alrededor del mío.

—Cielos, Nadine, toda una rebelde... —ironizó el sujeto—. ¿Acaso te cansaste de que los hombres decentes te ignoren? ¿Tan desesperada estás por conseguir marido?

—Henry, ya basta... —lo reprendió un rubio, que parecía ser con quien compartía más confianza. Era también quien con menos entusiasmo participaba de las jugarretas.

Nadine levantó el mentón, altanera, como si nada la afectase, a pesar de en que sus ojos pardos aparecían las lágrimas. Y se concentró en su primo.

—Eric, ¿quieres subir a secarte?

Por supuesto que esto solo desató más burlas, pero él asintió de cualquier manera.

—Acompáñanos si quieres, Finn.

Decidiendo que ninguno de esos imbéciles valía la pena y que tal vez sería mi última oportunidad para acercarme a él, acepté.

-o-o-o-

El baño en el piso de arriba era tan marrón y estaba tan atestado de adornos y patrones que mareaba. Por fortuna, aún me encontraba sobrio, aunque dudo poder decir lo mismo de mis nuevos aliados.

Nadine tomó una toalla dentro de un gabinete y se la envolvió a Eric alrededor del cuello.

—Es todo lo que puedo hacer por ahora —se disculpó.

—Quizás sea hora de irme a casa. —Torció la boca él, ya secándose la cabeza como mejor le salía.

La mujer suspiró, sentándose en la tapa peluda del inodoro. Yo estaba de pie en el pasillo, justo frente a la puerta abierta. Tenía la sensación de que sobraba y que sin ningún problema podrían estar haciendo lo mismo sin mí estorbando su momento familiar.

—No entiendo por qué te tratan así —se quejó Nadine, apoyando los codos en las rodillas y el mentón en las manos.

—A ver, no es que a otra gente la traten mejor. —Trató de desmerecer la crítica, esforzándose por poner buena cara—. Perdóname por traerlos aquí.

—Está bien. Son tus compañeros.

Se puso de pie y se despidió de él con un beso en la mejilla. La implicación mientras cerraba la puerta era que no volveríamos a verlo por el resto de la noche. En mi caso, nunca más. Y tanto me abstraje en ese pensamiento, que permití que Nadine me guiara a otra habitación, echara al borracho que procuraba dormir en la cama individual y nos encerrase juntos.

El cuarto claramente era suyo. Además de la cama, todo estaba impregnado de un tinte adolescente o, más bien, esa extraña etapa entre la niñez y la adolescencia. Desde la repisa llena de peluches hasta las paredes rosa pálido tapizadas con posters de películas y cantantes que habían pasado de moda hacía una década. Interpreté que lo habría mantenido intacto desde la muerte de sus padres.

El colchón se hundió cuando tomamos asiento, evidenciando que estaba vencido. Nadine unió las manos sobre su regazo, encogida dentro de sí misma. Una luz tenue nos iluminaba desde la mesita auxiliar, aunque no duraría así mucho tiempo. Sin explicación alguna, la dueña de la habitación alargó el brazo para apagarla.

—¿Te importa si...? —Se apuró a decir.

No respondí. En la oscuridad, oí el susurro de la tela. Se estaba debatiendo entre desnudarse o no. Yo permanecía callado, inseguro de cómo actuar. Poco me interesaba Nadine, pero tampoco albergaba sentimientos en su contra, y temía que me malinterpretara.

Volvió a encender la lámpara para mirarme. Mis ojos se abrieron al notar los suyos mojados y enrojecidos.

—Finn, no... —susurró, el hipo ya colándose en su discurso—. ¿No te gusto?

Me desarmó. No importa con cuántas mujeres te hayas acostado o a cuántas hayas rechazado, si una rompe a llorar delante de ti, se te hace por lo menos un pequeño hueco en el estómago. Vacilé. Vacilé tanto que ella lo tomó como una confirmación de lo que era obvio, sin saber que quizás en otro momento habría aceptado sus avances.

—¿Es porque soy gorda? —sollozó contra sus manos temblorosas.

En honor a la verdad, ni siquiera lo recuerdo. Nadine podría haber pesado quinientos kilos o tenido la complexión de un chihuahua. Estaba demasiado obsesionado con Eric, incluso entonces, antes de lo que pasaría durante ese mes confuso antes de Woodstock y Vietnam. Las cosas que me atraían de ella eran las que me hacían pensar en él.

Y debí actuar distinto. Debí decirle que era bellísima, fuese gorda o delgada. Que parase ya de mirar los escaparates de las pastelerías y saciara todos sus antojos. Que se quitase esos pañuelos del cuello, que se recogiera el pelo si eso quería. Que descansara el mentón; no había motivos para mantenerlo en alto todo el tiempo.

Pero no pude decir nada más que «no...» antes de que la puerta se abriera y los dos diéramos un respingo.

—¡M-mierda, lo siento! —balbuceó Eric.

Ignoro cuál fue mi expresión o hasta qué punto se me escapó el aliento. Cuando el soldado se marchó, aún disculpándose, me enfoqué de nuevo en Nadine y me di cuenta de que lo sabía.


De Woodstock a Vietnam (#ONC2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora