¿Cómo era posible que entre todos los hoteles de Chicago, volviésemos a hospedarnos en el mismo? Llegamos sobre las cuatro de la tarde y los fanáticos se agolparon en torno a la entrada del edificio para recibirnos. Había la suficiente cantidad de gente exigiendo la suficiente cantidad de autógrafos para que pudiera abstraerme del sitio en el que estaba. Sin embargo, al ingresar a la seguridad del vestíbulo, ya no existía forma de encerrarme.
Miré a Aaron y Aaron me miró a mí, preguntándonos en silencio si los dos estábamos viendo lo mismo. Todo seguía igual. El larguísimo mostrador de caoba, el acuario de la pared, un piano de cola blanco en el rincón opuesto. Claro, no tenía por qué cambiar. Aaron entrecerró los párpados en señal de advertencia antes de que nos separáramos para ir a nuestros respectivos cuartos.
Dios, ese cuarto... No era el de aquella vez, sino que mucho más lujoso, pero lo bastante similar para estremecerme. Siempre me han incomodado los hoteles. Todos comparten una cualidad impersonal, la simulación de un hogar tan genérico que nadie jamás podría sentirse en casa. Hechos para que la gente no se sienta en casa. Y habían sido la mía por tantos años...
Eric se desparramó sobre una de las camas king-size (porque de ninguna manera podíamos confesar que solo necesitábamos una), abriendo brazos y piernas, disfrutando de un descanso tras tantas horas de viaje.
—No puedo creer que haya una cama en la que quepo —rio con entusiasmo.
Yo, por mi parte, permanecía ausente, ensimismado con mi reflejo en el colosal espejo del tocador. La última vez que mis pupilas se encontraron consigo mismas dentro de uno, parecían apunto de explotar y me goteaba sangre de la nariz. Aaron estaba en la bañera, completamente vestido y empapado. Le había propinado un puñetazo a la ventana y su mano también sangraba a borbotones. Yo mismo lo metí ahí, sumido en el pánico, por miedo a que manchara la alfombra.
—Ey, ¿está todo bien? —Eric se paró a mi lado.
—Sí, solo...
—Oye, cálmate...
—Estoy calmado.
—No, no lo estás. —Entrelazó sus dedos con los míos—. Ven a sentarte.
Nos posicionamos a los pies de la cama, aún sujetados. Eric me frotaba la espalda mientras me recordaba cómo respirar. Examiné el panorama que se extendía ante mí; el tapizado era azul en lugar de beige, pero se sentiría idéntico si me desplomara sobre él. El pequeño taburete del tocador también me golpearía la cabeza.
—¿Qué es lo que pasa? —consultó Eric tan pronto como volví en mí—. F-Finn, nunca te había visto así. Yo... —Su expresión mutó en una de terror al caer en cuenta de algo—. Por Dios, ¿qué tomaste? ¿Qué fue lo que...?
—Ey, estoy sobrio —protesté. Mis dedos me acunaron las sienes con desesperación—. A lo mejor ese es el problema. N-necesito... Un porro. Necesito un porro. Voy a llamar a Lucas...
Me puse en pie y caminé decidido hacia la puerta.
Lucas... Lucas fue quien nos encontró, después de ir a conseguir más...
—Finn, por favor —me suplicó Eric, aprisionando mi brazo—. Ahora no.
—Es solo un porro...
—Entonces puedes vivir sin él.
-o-o-o-
El concierto más desastroso de nuestra carrera. No se me viene a la mente un recital en el que hayamos estado más desconcentrados. La batería de Aaron marcó mal el compás en no menos de tres canciones, Pepper tuvo la misma cantidad de errores en varias alteraciones de la línea de bajo, Martin olvidó cuándo entrar en el jodido número final y yo olvidé la mitad de mis solos, incapaz de improvisar como solía hacer cuando eso sucedía. Solo Lucas cumplió correctamente con su labor, ajeno como siempre a la mayoría de nuestros dramas, pero ni siquiera él podía rescatar aquello.
Y lo peor es que todos en el público estaban demasiado intoxicados para detectarlo. No era la música lo que los llamaba; solo éramos una excusa.
Me bajé del escenario con la certeza de que la había cagado, preguntándome desde cuándo me importaba algo más que la fama, las drogas y las aventuras de una noche, e invadido por la urgencia de aspirar una línea de coca, de darle una calada a un cigarro, lo que fuera...
Alguien me tocó el hombro. Una chica de no más de un metro cincuenta de altura, que no escatimaba en el maquillaje ni en las sonrisas con hoyuelos. Llevaba una camiseta de la banda a través de la cuál se traslucía su sostén y unos pantalones de mezclilla acampanados. Un pañuelo cubría el inicio de la melena rubia.
—Hola, soy Denisse —habló con ese tonillo agudo insoportable, la goma de mascar produciendo un ruido grosero—. Me ha encantado todo, ¿eh? —Infló un globo de cuya explosión surgió la peste a alcohol más nauseabunda. De pronto me daba cuenta de que iba borracha—. Soy su mayor fan, tengo todos sus discos. Martin es guapísimo, pero tú eres mi favorito, ¿eh? Después de Pepper, solo por lo bien que se viste.
—¿Qué quieres? ¿Un autógrafo? —gruñí. Me quedaba poca paciencia para lidiar con fanáticas obsesivas.
—En realidad, quería invitarte a...
—¡Denisse! —Una voz femenina la llamó desde la distancia—. ¿Quieres venir de una vez? Ni siquiera deberíamos estar aquí, mi madre me va a matar. Y mañana hay escuela.
Noté entonces los rastros de espinillas en su mentón, la delgadez de sus brazos, la irregularidad de su delineado y la exageración del contorno labial.
—¡Coño, Valerie, que eres una envidiosa sin remedio! —chilló hacia su amiga. Mierda, hasta en el modo de hablar se notaba.
—Tiene razón —le dije, desapegado y un tanto confundido—. Será mejor que te vayas. Yo también necesito descansar.
Me apresó el brazo con sus garras de adolescente.
—Puedo ir contigo —insistió, desesperada—. De verdad, yo...
—Niña, debes tener como quince años...
—¡Ya casi! —Se ruborizó, soltándome—. Y... Y parezco mayor, ¿no?
—Ese no es mi problema...
—A-además, muchísimas estrellas de rock duermen con chicas jóvenes.
—Pues yo no. Vete a casa.
—¡Y no es como si estuvieras pervirtiéndome! T-tengo experiencia, ¿sabes? Pero no me gustan los chicos de mi edad. Son tan inmaduros... Así que...
—Que te largues, carajo. Antes de que llame a tus padres.
No negaré que algo se removió dentro de mí cuando Denisse rompió a llorar y salió corriendo. Una suerte de impulso paternal hacia ella, aunque solo nos separara poco más de una década. Pensé en su familia, creyéndola en una pijamada, quizás. O peor aún, permitiéndole ir a lugares para mayores de dieciocho a seducir a hombres adultos que no dudarían en aprovecharse de ella. Al menos esa noche estuvo a salvo.
Si la memoria no me falla, se popularizó a mediados de los setenta como la esposa de otro rockero, un cuarentón que ya iba por su tercer matrimonio. Muchos la idolatraban por su sentido de la moda, el mismo motivo por el que ella admiraba a Pepper. Falleció en los ochenta, bajo circunstancias misteriosas que la justicia adjudicó a un suicidio. No obstante, aún me persigue la mirada que me dedicó a sus catorce años. Me habría dejado pegarle. Me habría dejado hacer lo que quisiera con ella.
—Eso fue algo grosero, pero hiciste lo correcto —comentó Pepper, deteniéndose junto a mí.
¿Acaso fui demasiado grosero? ¿Acaso no lo fui lo suficiente? ¿Qué podría haberle dicho en ese momento que la persuadiera de alejarse de los mayores, de los conciertos, del alcohol, y enfocarse en sus estudios? ¿Cómo podría haberla hecho entender que la tal Valerie estaba en lo cierto?
—Como sea —desmerecí—. No soy tan estúpido como para terminar en la cárcel dos veces.
Y me fui de allí.
A pesar de mi aparente frialdad, aún me encontraba conmovido. Le daba vueltas y vueltas a lo que acababa de vivir. En especial, agradecí que jamás tendría una hija. No de la que supiera.
¿Qué haría el hijo de Vicky en el futuro?
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De Woodstock a Vietnam (#ONC2024)
Romance1969. Finn Langston, talentoso tecladista, viaja junto a su banda de rock psicodélico Dr. Strangelove & The Red Telephone, rumbo al festival de Woodstock. Su ascenso hacia el estrellato está marcado por excesos, descontrol y las ocasionales cartas d...