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Lo primero que noté al apoyar mis labios sobre los de aquel soldado, fue que distaba mucho de ser tan inexperto como pensaba. De hecho, no demoré en descubrirme a mí mismo luchando por seguirle el ritmo, sus brazos de orangután rodeándome el cuello y los zancos que tenía por piernas inmovilizándome contra la alfombra. El reloj en su muñeca izquierda se me enredaba en el pelo y él se quejaba constantemente de los olores desconocidos que desprendía mi barba, y aun así, habíamos perdido toda habilidad de separarnos el uno del otro.

Pese a ello, una cosa estaba clara: sin importar cuántas veces hubiera hecho eso, tampoco debía hacerlo con demasiada frecuencia. Saltaba a la vista por la manera en que aceleraba y frenaba, más allá del hambre que nos sobrevenía por momentos. La urgencia era evidente, pero también un secreto temor a ser atrapados; la dolorosa premonición de que algo malo iba a suceder.

Ya harto de sus dudas, cambié nuestra posición quitándomelo de encima y, cuando estaba a punto de ser yo quien lo montase, me detuvo.

—Espera, espera —pidió, sonrojado hasta las orejas.

No pude reprimir una carcajada al verlo sacar una navaja suiza del bolsillo y colocarla a un lado.

—¿En serio?

—¡Ey, era de mi abuelo!

Le sujeté el rostro con ambas manos y volví a besarlo. Lo besaba desesperadamente, y no solo en los labios, sino en las mejillas, el entrecejo arrugado, la punta de la nariz. No podía contenerme. Y no es que se tratara de una reacción nueva (Vicky, por ejemplo, solía despertame emociones similares), pero su rareza se entremezclaba con la libertad de experimentarla con un hombre que quizás no querría matarme después, convirtiéndola en algo adictivo y peligroso.

Más temprano que tarde, los besos dejaron de ser suficiente. Renuncié a ellos y me enderecé, solo para encontrarme con la mirada de un muchacho de casi veinticuatro años a punto de ir a la guerra. El miedo, el desconcierto, la certeza de que la muerte está más cerca que la vida, y el abrazo paradójico y reconfortante que eso trae consigo. La promesa de que no habría consecuencias que vivir nos embriagaba más que nuestras propias caricias.

No nos desnudamos por completo; eso habría sido absurdo. En su lugar, forcejeamos con mis dos cinturones de cadena y la camisa metida por dentro de sus pantalones, hasta que las partes de nosotros que más demandaban atención salieron. Nos sujeté a ambos en un agarre entorpecido por el ángulo, rozándole la línea del mentón con el hocico. De pronto, su mano gigantesca envolvió la mía, aportándome una seguridad que su expresión nerviosa no secundaba, y mi labor quedó reducida a apartar mi melena cada vez que se interponía para dejarlo trabajar.

Vencido por la fuerza de nuestra descarga sincronizada, me desplomé a su lado. Sonreímos por un instante, cómplices, pero tras rozarse el vientre humedecido, cayó en cuenta de lo que acababa de ocurrir y se sentó de golpe.

—¡Mierda! —exclamó, inspeccionando su ropa manchada. El joven habilidoso que me llevó a la cima segundos atrás había desaparecido.

Anhelaba consolarlo. Extender mis brazos hacia él, acunar su cabecita inquieta y apoyarla sobre mi pecho hasta que se tranquilizara. Sin embargo, esta muy cansado, muy drogado y demasiado entretenido para actuar. Solo podía contemplarlo en tanto se limpiaba frenéticamente, sin dudas empeorando la situación, repitiendo para sí mismo cómo diablos iría a casa ahora. Así hasta que mis párpados cedieron. La primera vez que se abrieron, permanecía a mi lado, de espaldas y con la mirada en el horizonte que se colaba por la puerta de la furgoneta. La segunda, fue porque los rayos del sol los alcanzaban, escoltados por la presencia en parte indignada y en parte divertida de mis amigos.

—¡Coño, qué asco! —chilló Pepper, dándose la vuelta fuera de la camioneta antes de siquiera haber entrado, refiriéndose a mi flacidez desnuda.

—Vaya, parece que alguien la pasó bien anoche... —se burló Martin.

—¡En mi puta furgo! —dijo Lucas—. Finn, que no vuelves a tocar un teclado en tu jodida vida, ¿eh? ¡Que te corto las putas manos!

—Es que este tipo hasta la silla eléctrica no para... —bufó Aaron.

—¡Guárdalo de una vez, maldita sea! —Pepper se asomó y huyó de nuevo al no encontrar cambios, cubriéndose los ojos.

Quejándome de cómo empeoraban mi dolor de cabeza, obedecí, aunque sentir la viscosidad de mi ropa interior me hizo arrepentirme de inmediato. Los chicos insistían en sus bromas y recriminaciones, mas yo no los escuchaba. Me sentía confuso, vacío, como si aquel amante casual se hubiese llevado consigo algo que me pertenecía y jamás podría recuperar.

Emergí del vehículo hacia el insoportable calor del mediodía, el callejón polvoriento y el acoso de las moscas. Pepper me miraba con los brazos cruzados, recargada en la furgoneta, con esa cara de horror que tantas carcajadas supo robarme en días anteriores y que, por alguna extraña razón, ahora también me angustiaba. Lucas entró para verificar que todo estuviera en orden.

—Oye, ¿y esto? —cuestionó, caminando hacia nosotros.

Entre sus dedos, reflejando la luz: una navaja suiza. Se la arranqué de las manos.

—Debe ser del General Patton —ironicé para restarle importancia, a pesar de que la forma en que la sostenía insinuaba lo contrario y la solemnidad con la que hablé después lo confirmó—. Tendré que devolvérsela.

De Woodstock a Vietnam (#ONC2024)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora