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El peligro era inevitable y el pánico era un sentimiento que empezaba a alojarse en lo más profundo de cada ser humano en aquellos tiempos. La cadena alimenticia parecía haberse venido a pique y ahora el cazador era la presa.

Mata o muere.

Era esa la nueva les de vida en aquel mundo corrompido gracias a la avaricia del hombre.

A veces pensamos que lo que pasa en los libros o en las películas es solamente ficción, un invento del hombre para mantener entretenidas a las demás personas que cohabitaban en el mundo, pero era solamente eso, ciencia ficción, o eso era hasta que el mundo comenzó a venirse abajo.

¿Qué pasa cuando algo que creías mentira se vuelve realidad?

Cuando lo actuado cruza esa delgada línea entre la ficción y la realidad todo comienza volverse más terrorífico. Eso era lo que venía pasando desde hacía diez años.

Un virus. Una enfermedad que se propagaba incesante por el aire. Un peligro eminente para todo ser vivo que habitara el planeta. Una infección que aparecía en forma de una espesa neblina que cubría la ciudad durante la noche.

Nadie sabía lo que era exactamente, quien la había creado o porque tenía aquellos efectos sobre los humanos, plantas y animales; lo único que podían asegurar era que aquella toxina aniquilaría a todo lo viviente a su paso.

Atacaba de forma silenciosa, eficiente y letal; capaz de ocasionar una muerte lenta y dolorosa al portador; haciéndolo no solo un agente propagador del virus sino también un ser sin control de sus acciones, una entidad consciente, pero sin ser capaz de detener los movimientos o reacciones de su cuerpo.

Identificar a un portador, como solían llamarlos, era una tarea sencilla, aunque muchos infectados lograban ocultar los primeros síntomas a la perfección ya que era los que más desapercibidos pasaban.

Cuando el cuerpo del humano entraba en contacto con la neblina, aun sin respirarla, sin un traje protector que lo resguardara automáticamente adquiría la infección, en el mejor de los casos la persona moría inmediatamente, sin dolor ni sufrimiento alguno, era la mejor salida para el agónico final al que estaba condenado si la infección comenzaba a incubarse en su cuerpo.

Pero no muchos lograban tener esa suerte.

En el peor de lo casos, y en el cual terminaban muchos portadores, la infección comenzaba su proceso de incubación dentro de sus cuerpos, precisamente en su cerebro. Luego de dos horas de haber contraído la infección comenzaban a presentarse delgadas líneas negras que nacían desde la espalda baja del portador hasta cubrirla por completo, subiendo hasta su cuello, una vez estas líneas llegaran a la cabeza el portador comienza tener alucinaciones y pérdidas de memoria constantemente a corto plazo, lagunas mentales que le vuelven imposible el recordar que era lo que estaba haciendo hacía pocos minutos; posterior a eso comenzaría a presentar ataques de ira y poco manejo en sus emociones volviéndolo totalmente violento y susceptible a las provocaciones, para en la etapa final volverse un ser despiadado; una entidad sin el menor índice de arrepentimiento, o por lo menos eso era lo que muchos creían ya que en realidad el portador seguía siendo consciente de todo lo que su cuerpo hacía, pero siendo incapaz de detenerse, dejándolo en una agonía y tortura psicológica constante.

Suspirando pesadamente apartó la vista de sus bitácoras, la cuales contenían información sobre el virus desde que apareció hasta la actualidad. A sus veinte años cargaba con el peso de más de doscientos habitantes que residían en su zona. Más de doscientas personas bajo su mando; más de doscientas vidas que dependían de ella y de sus decisiones.

Todo era culpa de del C.E.I.P.

El Centro Experimental de Investigaciones Patológicas, donde los creadores de aquel caos que logro acabar casi con la mitad de la población humana se reguardaban.

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