Yrene había estado demasiado ocupada durante los últimos días afinando los detalles finales para la llegada de Iulius Maersse a Lone Iland, su llegada al país se había hecho por todo lo alto, con prensa, fotógrafos y guardias pero su traslado estaba siendo realizado con mucha mayor discreción.
Tenía que admitir que estaba ligeramente impresionada, junto a él llegaron seis barcos cargados de víveres, medicina y ropa para los huérfanos, viudas, enfermos y heridos producto de la guerra contra Escocia. En las calles Jill escuchaba de las personas que él se congraciaba con la escoria para ganar partidarios a su causa. Quizá era cierto o quizá si le importaban las personas.
Se sentía ansiosa, sabía que ese hombre era importante para su adorada pero también la disgustaba, le estaba robando toda su atención y tiempo, para compensar su poca presencia Yrene había enviado de manera consistente postres y flores a su casa, también algunos regalos pequeños como libros y manuales; habría mentido si hubiese dicho que las cosas no le interesaban pero se negaba a aceptarlas como un sustituto a la compañía.
Pese a que Nini era una compañía placentera comenzaba a sentirse aburrida, el ruido en su hogar le impedía concentrarse y su sobrina en confianza, charlaba sin cesar, sobre sus estudios, sobre sus pasatiempos e incluso sobre sus amigos. Se dijo a sí misma que el aburrimiento era una bendición, le daba espacio para tejer su red de mentiras y responsabilizar a alguien más de sus equivocaciones.
Sin embargo para dejar pistas falsas necesitaba de una nueva dama que sirviera a su propósito, era incorrecto y lo sabía, antes no había marchitado a sus flores por placer, no las odiaba tampoco, era imposible odiar a alguien que no conocía pero se encontraba en una nueva circunstancia y no había más remedio que adaptarse a ella, la felicidad tenía un precio y si ese era el de la suya lo pagaría.
―Tía, un mozo le ha traído este mensaje. ―Nini le extendió un pedazo de papel y lo recibió.
Había estado tan inmersa en sus pensamientos que no había escuchado ni el timbre ni la puerta abrirse, tampoco estaba segura de cuanto tiempo había pasado sentada con un libro abierto en su regazo.
―Gracias, mi cielo.
Desdobló el papel para leer el mensaje, se encontró con una caligrafía desorganizada y fina pero limpia. Era de César Taylor, le solicitaba salir a comer para discutir las lecciones para su esposa y tal vez olvidarse durante un par de horas de los horrores de su trabajo, la citaba en un pequeño restaurante cercano a la estación en una hora. Igualmente se preparó para salir y tomó un paraguas para llevarlo consigo pues en el cielo comenzaban a danzar algunas nubes de tormenta.
—Voy a salir, cielo, ¿necesitas algo?
—No tía, se lo agradezco. —contestó—. Estaba preparándome una infusión, la señorita Adler me envió unos libros de regalo, me dispongo a leer uno.
—De acuerdo, mi niña, me han invitado a comer así que tal vez demore pero te traeré algo para ti. —afirmó y salió, cerrando la puerta con cuidado de no hacer demasiado ruido a su sobrina,