Jill, la destripadora.
César había estado brevemente en su hogar y sin querer le proporcionó la información de que Diana Northon se había desaparecido de la ciudad, sólo dejando una misiva que contradecía su previo testimonio, aquel que señalaba a Genevieve como la responsable de todas sus flores marchitas.Colgando de nueva cuenta el retrato de su madre sintió en el pecho una punzada de dolor, al final sus esfuerzos no habían sido suficientes para poner su vida recién construida a salvo. Respiró con profundidad y dejó ir el aire sonoramente, al menos tenía la información y esa era siempre una ventaja, se dijo pero no podía apaciguar el frío en su cuerpo, sus vellos erizados ni la sensación de peligro.
Escuchó golpes en su puerta, más no se apresuró a atender, sus entrañas se movían en alguna suerte de advertencia, de mal presagio.
Abrió la puerta y se sorprendió al encontrarse con Genevieve Oh, la observó desde los pies hasta el sombrero.
Vestía bien, con limpieza y esmero, algo inusual. Algo estaba mal, además de su libertad, la idea era que estuviese metida en la cárcel.
—Señorita De Rais, ¿tiene un minuto para mi?
No.
Había algo en el aire, en la sonrisa ladina de la mujer, hasta en la luz del sol que se sentía incorrecto. Habría deseado cerrarle la puerta en la cara y correr, aquello era lo que su interior le pedía que hiciera pero ella desobedeció al instinto y se hizo a un lado de la entrada para permitir el paso a Genevieve.
—Será un placer, Señorita Oh.
La oficial Genevieve Oh llevaba pantalones planchados a la perfección y la camisa beige fajada, alrededor de su cintura llevaba el cinturón y un arma, arma que no debería poseer pero que igual estaba ahí para ser un potencial problema. En su mano llevaba sin esfuerzo un portafolios, no debía haber demasiado en su interior.
Cuando estuvieron ambas en la sala de estar, Genevieve alzó la mirada hacia el retrato en la pared, era urgente quitarlo de ahí. Alzó también la vista, hacia el rostro de su madre y que usualmente cubría para esconderse.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Puedo?
Miró al sillón y Jill asintió.
—Mi madre, si, adelante, tome asiento.
Ella se sentó y Jill la imitó, Genevieve cruzó las piernas y se recargó cómodamente, devolviendo su mirada al retrato.
—Usted se le parece mucho.
Jamás. En nada, ni lo más mínimo.
—No es cierto —afirmó, sonriendo, no queriendo develar lo insultada que se sintió.
—Hay semblanza —dijo aún analizando la pintura—. Tienen la misma forma del rostro, una estructura facial similar y el mismo cabello, ella era muy hermosa.