Jill acarició el rostro de la mujer que le hacía compañía, su piel estaba lívida y tenía alrededor del cuello un delicado surco.Parecía una muñeca de porcelana, blanca e inmóvil, con el cabello oscuro como el ébano enmarcando su rostro.
Era tan bonita, Jill podría verla por horas.
Ahí, tendidas en la cama con la tenue luz del crepúsculo colandose por las cortinas descuidadamente cerradas, Jill pensó que ese momento podría durar por siempre. Aunque ya estaban cerrados, la imagen de los grandes ojos azules de su acompañante la encandilaba.
Era casi perfecta.
Casi. Pero incluso sus imperfecciones eran bellas, las cicatrices de caídas en sus rodillas y los callos en sus manos solo lograban resaltar lo hermosa que era.
—Me gustas mucho —susurró Jill, como si cualquier sonido pudiera romper el apacible momento.
Jill, sin mucho ánimo, se levantó de la cama y tomó del suelo alfombrado el vestido de su amante, era azul oscuro con un fino encaje blanco. Levantó también el corsé y la ropa interior, colocó todo donde estaría al alcance de la dama que la había acompañado por casi todo un día.
Procedió a vestirse con parsimonia, tenía todo el tiempo del mundo para ponerse hermosa y acompañar a su nueva doncella a su destino. Jill escuchó a su servidumbre salir, diariamente iban, le preparaban la comida, limpiaban cada habitación —a excepción de su recámara—, y se iban.
Jill se encargaba de su propia habitación, de la tinta que parecía siempre regarse en su escritorio y de la pintura que manchaba los pisos. También se encargaba de llevar a sus amantes al final de su camino.
A lo largo de la noche observó a su acompañante, incluso vio sangre gotear de entre sus piernas y ensuciar la nívea piel de sus muslos. Pero era normal, las mujeres sangran.
La vio desnuda.
La vio vestida.
No podía decidir como le gustaba más pero —ahora que ya se marchaba—, tenía algo especial, con el cabello desprolijo y el maquillaje fuera de su rostro angelical.
Antes de que se fuera le puso una gargantilla alrededor del cuello, con un pequeño dije procedente de la tienda al final de la calle. El dije era una pequeña ave de plata, en pleno vuelo, Jill le daba a todas uno igual.Cuando ambas estuvieron en el automóvil, la acompañante se acomodó en el asiento trasero y mientras Jill conducía, permaneció recargada en el asiento aterciopelado.
Jill le dedicaba miradas furtivas desde el retrovisor. Veía aquellos labios carnosos y las espesas pestañas negras; lamentaba tener que despedirse de tan maravillosa compañía.
Manejaron en silencio por todas las calles empedradas de Lone Iland hasta llegar al puente de la ciudad, sobre el río Iorn. Jill se detuvo y ambas bajaron a la mitad de la construcción, estaba iluminado por farolas y las orillas del puente eran de adoquín blanco que resaltaba bajo las dos luces: la natural y la artificial.
Y ahí, con solo la luna y las estrellas como testigos, Jill empujó a su acompañante al río.
Cerró la puerta tras de sí.Volvía a estar sola, rodeada del tapiz floreado en sus paredes y sus muebles de madera de cedro.
Caminó hasta su cocina y puso su tetera al fuego, no había nada que disfrutara más en las noches que un buen té y sus galletas favoritas, hechas por su vecina, Yrene Adler, a quien siempre había deseado llevar a su cama pero nunca fue capaz. Se conformaba con bellezas que tuvieran una semblanza con la inalcanzable.Las similares solo tenían un destino: perecer.
Y aún así, Jill lamentaba el tener que marchitarlas.
Sentía pena cuando esos rostros tan hermosos se tornaban del azul del río, trataba de prolongar su existencia antes de dejarlas marcharse, antes de rodear sus cuellos con una soga de algodón.
A veces corría agua salada y a veces también la tinta roja que alimenta a nuestros corazones, pero siempre había un encuentro de cuerpos, una danza donde una estaba destinada a prevalecer y la otra, a dormir por siempre.
Jill se quedaba siempre con algo de sus doncellas, con sus órganos latientes. Con el creador de la vida y con el sustento de la misma.Se sirvió su té, preguntándose cuánto tardarían en rescatar a su dama del río. Se sentó en su sofá y en su cómoda soledad se descalzó y despojó de sus medias.
Anteriormente había encontrado más difícil ponerse cómoda, así que después de meditarlo fríamente, abandonó las crinolinas y el corsé. Todo por su bienestar.En sus dedos aún podía sentir la tersa piel de la mujer que la acompañó. Podía sentir su humedad y tenía sus gemidos aún en los oídos.
La había disfrutado.
Tenía una voz hermosa y dulce. Con la infusión deslizándose por su garganta, Jill consideró que habría sucedido si no hubiese sucumbido ante la necesidad de marchitar a la doncella; quizás estarían compartiendo el té, quizá con sus dedos le habría acariciado el cabello antes de dormir.
Podrían haber desayunado juntas y aquella cara angelical tendría un nombre que Jill pudiera pronunciar. Podrían haber sido algo real pero al final, Jill De Rais, cedió ante sus instintos y siguió la fantasía de que si no se quedaba con ninguna doncella, algún día podría obtener a la perfecta Yrene Adler.