Algo se siente extraño a cerca de despertar sola. Creí ciegamente que después de todo lo que pasó iba a abrir los ojos y lo tendría al lado, con el cabello alborotado y la sonrisa arrogante decorándole los labios. En cambio, me encontré todavía desnuda, abrazada a una almohada al lado derecho de la cama. Las cortinas ya estaban abiertas, al igual que la mampara del balcón, por el que se filtra el ruido de los autos.
Me siento sobre el colchón y analizo mi entorno en silencio. Las paredes, de un gris pálido casi blanco están desnudas, sin ninguna foto ni cuadro, a excepción de la mampara que deja entrar la luz del sol y dos puertas de madera que supongo dan al baño y al vestidor. En el centro de la habitación está la cama, con sábanas de lino blanco. Justo al lado en el que dormía hay una mesita de noche de madera con una lámpara de lectura minimalista, un pastillero y un frasco de colonia. En el escritorio de la esquina hay una cajita de chocolates sobre un portátil, que creo, es el mismo que usaba en el vuelo a Praga.
Cuando me pongo de pie me detallo en el espejo frente a la cama. Tengo los ojos rojos a causa de las pocas horas de sueño y el cabello alborotado. Pese a la ausencia de Alexander, me encuentro feliz, con la mirada brillante y llena de emoción genuina. El recuerdo de la noche anterior aparece de repente, haciendo que me sonroje furiosamente de pies a cabeza.
Ha sido la mejor noche de toda mi vida.
Por instinto, me toco los labios y le sonrío al espejo. Estoy más enamorada que ayer.
Un paseo por el muelle de Liverpool, una caminata al atardecer por el malecón, visitas a la zona comercial de la ciudad, un fin de semana real en Ibiza, muchas noches perdiéndonos entre las calles de Madrid. Mi mente trabaja a mil por hora mientras me doy un baño y me arreglo a cómo puedo. No soy fanática de los planes, aun así, los hago y estoy segura de concretarlos todos.
Reviso si ha dejado alguna nota en la mesa de noche, en la cajita de chocolates o bajo alguna de las almohadas. No hay nada. Ignoro la punzada aguda del centro de mi pecho y elijo creer que se le ha olvidado o la ha dejado en otro lado. No pudo irse así, sin más. Por ello, me hago una trenza en el cabello antes de salir a seguir buscando. Busco en el salón, en el comedor, en la biblioteca y en la cocina. Hay un papelito pegado en la refrigeradora, pero se trata de un cheque.
Medio decepcionada, aprovecho que estoy en la cocina para preparar algo de comer. Sin embargo, no tengo que hacer nada porque hay una bandeja servida en la barra americana.
Vuelvo a sonreír de manera genuina, pensando que el desayuno lo preparó él. Hay jugo de frutos rojos, tostadas recién hechas, huevos revueltos y una taza de café humeante.
–Buenos días, señorita Sofía –me giro sobre la banca para ver a Tom, que entra por una puerta a la que no le había prestado atención–. ¿Cómo amaneció?
–Hola, Tom. Muy bien, gracias.
–Pensaba llevarle el desayuno, pero me ganó.
Pese a la gran decepción que me supuso entender que él lo había preparado, le sonreí. Y no fue una sonrisa falsa, fue sincera, con una pisca de desilusión bailando en el fondo.
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Fuera de Juego
RomanceElla, una pianista romántica y soñadora. Él, un futbolista famoso y mujeriego incapaz de amar. Un encuentro fortuito que une a dos mundos tan diferentes como el silencio de una sala de conciertos y el rugido de un estadio. Detrás de la sonrisa perfe...