Los ángeles de la muerte son para morirse.

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—Sana, espabila, despierta.

Unos dedos provistos de afiladas uñas se clavaron en mi hombro y se emplearon a fondo para vencer la bruma somnolienta en que había estado adobándome. Me zarandearon con suficiente energía para desencadenar un pequeño terremoto en Oklahoma y teniendo en cuenta que vivía en Nuevo México, podríamos decir que tenía un problemilla.

A juzgar por el timbre y el tono de voz de la intrusa, estaba bastante segura de que la persona que me importunaba era mi mejor amiga, Nayeon. Dejé escapar un suspiro, contrariada, rindiéndome con resignación ante la evidencia de que mi vida tan solo era una serie de interrupciones y exigencias. Casi siempre exigencias. Lo más probable es que se debiera a ser el único ángel de la muerte a este lado de Marte, el único portal por el que los difuntos podían cruzar al otro lado. Al menos los que no habían cruzado al morir y se habían quedado en la Tierra. Y eran un montón. Ángel de la muerte de nacimiento, no recordaba un momento de mi vida en que no hubiera muertos llamando a la puerta (metafóricamente hablando, ya que los muertos rara vez llaman a ningún sitio) para pedirme que les echara una mano con los asuntillos que tenían a medias. Nunca dejaba de asombrarme la cantidad de difuntos que habían olvidado apagar la estufa.

Debía reconocer que ser el ángel de la muerte no estaba tan mal. Tenía un puñado de amigos por los que mataría (algunos vivos, otros no tanto), una familia por la que daba gracias de que alguno de sus miembros siguiera vivo, por otros no tanto y me hablaba de igual a igual con uno de los seres más poderosos del universo, Park Jihyo, la hija de Satán mitad humana, mitad supermodelo.

De ahí que como ángel de la muerte me entendiera bien con los muertos. Tenían un pésimo sentido de la oportunidad, de acuerdo, pero no me importaba. Sin embargo, que me despertara en medio de la noche un ser vivito y coleando que iba a limarse las uñas a la cuchillería de la ciudad..., eso sí que no tenía justificación.

Empecé a dar manotazos como un chico defendiéndose de una chica y continué lanzando manotazos al aire cuando la intrusa se dirigió a toda prisa a profanar mi armario. Estaba visto que Nayeon había sido elegida en el instituto como la Persona Con Más Probabilidades De Morir De Un Momento A Otro. A pesar del deseo irrefrenable de fulminarla con la mirada, no conseguí reunir suficiente valor para abrir los ojos. De todos modos, una luz cruel se filtraba a través de mis párpados. Tenía un grave problema con la potencia eléctrica del piso.

—Sana...

Aunque también podía ser que hubiera muerto. Tal vez la había palmado y flotaba como una pobre infeliz hacia la luz, como en las películas.

—... no bromeo...

No me sentía especialmente liviana, pero la experiencia me había enseñado a no subestimar el escaso sentido de la oportunidad que solía tener la muerte.

—... De verdad, levántate.

Apreté los dientes y concentré todas mis fuerzas en aferrarme a la Tierra. No... debo... ir... hacia la luz.

—¿Estás escuchándome siquiera?

La voz de Nayeon sonaba amortiguada mientras revolvía en mis objetos personales. Tenía mucha suerte de que el instinto asesino no se hubiera apoderado de mí y le hubiera pateado el trasero, sino en esos momentos solo quedaría una mujer rota, destrozada, un guiñapo tirado en el suelo. Gimiendo de dolor. Con alguno que otro espasmo incontrolable.

—¡Sana, por amor de Dios!

La oscuridad me envolvió de pronto cuando una prenda me abofeteó la cara. Un gesto completamente gratuito que muy bien podría haberse ahorrado.

Segunda Tumba a la Izquierda (Sahyo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora