No dudes tararear en público, la música de Misión Imposible.

23 3 18
                                    



Después de aparcar mi Jeep Wrangler rojo cereza, también conocido como Misery, a media manzana de allí, volví a entrar de pleno en modo Misión: Imposible para atravesar el peligroso territorio comprendido entre las fronteras de la zona de guerra sur. Las bandas proliferaban en esa área asolada por la pobreza, en la que se ubicaba el manicomio. Incluso el psiquiátrico, abandonado por el gobierno en los años cincuenta, estaba en manos de una banda de moteros conocidos como Los Perdidos. La mayoría de ellos pertenecían a la vieja escuela y por tanto, sus creencias se cimentaban en su fe en Dios y en el país.

Examiné el perímetro, prestando especial atención al cuartel general de Los Perdidos, pegado al manicomio y también conocido como un antro de perdición rottweiler (a ellos les encantaban los rottweilers) y me encaramé a la valla lo más rápido que pude. Todo sea dicho, muy rápido tampoco fue. En los años que llevaba colándome en territorio de Los Perdidos, casi nunca había coincidido con las patrullas de reconocimiento, que se hacían acompañar de rottweilers. La banda solía dejarlos dentro durante el día. Rezando porque ese día no decidiera abandonarme la suerte, aunque sin bajar la guardia, me aferré a la valla y fui ascendiendo hasta llegar a lo alto, torciendo el gesto cada vez que el metal se me clavaba en los dedos. Los tipos hacían que aquello pareciera muy fácil.

Me dejé caer al otro lado y me detuve un segundo para recuperarme, en parte para regodearme en mi propia autocompasión y en parte para pasar lista a los dedos palpitantes que me quedaban. Por fortuna, todos estaban presentes. Perder un dedo en el cumplimiento del deber durante la escalada de una valla habría resultado bastante patético.

Tras echar un nuevo vistazo al edificio, me dirigí sin perder tiempo a la ventana del sótano que había utilizado desde que iba al instituto para entrar de manera ilegal en el manicomio. Los psiquiátricos abandonados siempre habían ejercido una gran fascinación sobre mí. Los visitaba con frecuencia (también conocido como allanamiento) desde que una noche descubriera aquel en concreto de manera fortuita, cuando tenía quince años. También había conocido a Wonho en esa ocasión, una reliquia de la ciencia ficción de los años cincuenta, cuando las naves espaciales parecían propulsadas a vapor y los alienígenas eran tan bienvenidos como los comunistas. Wonho, conocía el nombre de todas las personas que habían muerto hasta ese momento, millones y millones de nombres almacenados en su mente infantil. Lo que solía venirme bastante bien.

Atravesé el vano de la ventana apoyada sobre el vientre, me dejé caer al suelo de cemento con un salto mortal y aterricé de pie en el sótano. Porque no suelo darle vueltas a las cosas.

Las veces que había llevado a cabo esa misma maniobra y había aterrizado de culo, con el pelo cubierto de polvo y telarañas, no cuentan. Me volví para cerrar la ventana por dentro. Evitar las fauces de los rottweilers era prioritario cuando visitaba a Wonho.

—¡Señorita Sana!

Di un respingo por enésima vez esa mañana y me hice un corte en el dedo con el pestillo. Y todavía quedaban muchas horas por delante. Por lo visto, aquel era el día de Darle un Susto de Muerte a Sana. De haberlo sabido, me habría pedido el plato especial de la carta.

Giré sobre mis talones y me topé con el rostro sonriente de Wonho, quien me estrechó entre sus brazos en un cálido abrazo a pesar de la temperatura glacial de mi asaltante. Al reír, mi aliento produjo una nube de vaho.

—Señorita Sana —repitió.

—Es como si te abrazara una escultura de hielo —comenté, tomándole el pelo.

Me dejó en el suelo, con ojillos alegres y vivaces.

—Señorita Sana, has vuelto.

Ahogué una risita.

Segunda Tumba a la Izquierda (Sahyo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora