Unos grandes pechos conllevan una gran responsabilidad.

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—Este tarado está para que lo encierren.

Me encontraba en la ducha, el agua salía hirviendo y aun así tenía la piel de gallina, lo que solía ocurrirme cuando a algún muerto le daba por ducharse conmigo. Miré a los ojos vacíos del sin techo del maletero de Nayeon.El pelo, de color aguachirle, le llegaba hasta los hombros, la barba era una maraña apelmazada y tenía unos ojos de color castaño verdoso. Era como un imán para aquellos tipos.

Mi aliento empañaba el aire y el vapor rebotaba contra las paredes de la ducha. Resistí la tentación de alzar la vista hacia los cielos y levantar los brazos lentamente mientras las nubes de vapor se elevaban a nuestro alrededor, pero no habría estado mal fingir que era una diosa del mar. Incluso podría haber cantado un poco de ópera para darle mayor efectismo.

—¿Vienes mucho por aquí? —acabé preguntándole, aunque fui la única a quien le hizo gracia. Suficiente, por otro lado.

Al ver que no respondía, comprobé su grado de lucidez dándole unos golpecitos en el pecho con el dedo. La punta tocó su abrigo hecho jirones, para mí tan sólido como las paredes de la ducha que nos rodeaban, pero las gotas que resbalaban por mi dedo lo atravesaron y se estrellaron contra el suelo junto con las demás. Mis impertinencias no provocaron ninguna reacción. Su mirada vacía me traspasaba. Aquello era muy raro. Me había parecido bastante cuerdo cuando lo vi ovillado en el maletero de Nayeon.

A regañadientes, incliné la cabeza hacia atrás para aclararme el pelo, aunque manteniendo los ojos bien abiertos, viendo cómo me miraba. O lo que fuera que hiciera.

—¿Has tenido alguna vez uno de esos días que empiezas atiborrándote de fibra como un loco y a partir de ahí todo va cuesta abajo?

Fiel al arquetipo de chalado taciturno, no contestó. Me pregunté cuánto tiempo llevaría muerto. Tal vez hacía tanto que vagaba por la Tierra que había perdido la razón. Lo había visto en una peli. Claro que, si ya era un sin techo cuando falleció, puede que la locura hubiera sido un factor determinante en su vida.

Levantó la vista cuando cerré el agua. Yo hice otro tanto. Básicamente porque él lo había hecho.

—¿Qué ocurre, grandulón?

Cuando volví a mirarlo, se había ido. Había desaparecido como acostumbran hacerlo los difuntos. Sin un adiós. Sin un hasta la vista.

—Suerte, campeón.

Malditos muertos.

Aparté la cortina para coger una toalla cuando me percaté de que unas gotas de color rojo intenso resbalaban por mi brazo. Levanté la vista hacia el techo y descubrí un círculo rojo oscuro cada vez mayor, como el charco que se esparce si uno se desangra. No me dio tiempo ni a blasfemar cuando alguien lo atravesó. Alguien grande. Y pesado. Que aterrizó de lleno sobre mí.

Caímos al suelo de la ducha, hechos un ovillo. Por desgracia, acabé aplastada bajo una persona que parecía hecha de acero puro, aunque hubo algo que reconocí de inmediato: el calor que desprendía, su sello de identidad, el heraldo que anuncia su llegada. Conseguí salir de debajo de uno de los seres más poderosos del universo, Park Jihyo y descubrí que estaba cubierta de sangre de los pies a la cabeza. De su sangre.

—Jihyo —la llamé, preocupada. Estaba inconsciente e iba vestida con una camiseta y unos vaqueros empapados de sangre—. Jihyo —insistí, sosteniéndole la cabeza entre las manos.

Tenía el pelo mojado. Unos enormes arañazos le atravesaban el rostro y el cuello, como si la hubieran atacado a zarpazos, pero la mayor parte de la sangre procedía de las heridas, profundas y mortales, del pecho, la espalda y los brazos. Había estado defendiéndose, pero ¿de qué?

Segunda Tumba a la Izquierda (Sahyo)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora